TALK SHOW
› Por Moira Soto
“Tenía que decir: se la chupé por cinco mil pesetas, y me salió: le mamé la polla por cinco papeles”, se reía la actriz Candela Peña hace unos años, refiriéndose a su primera actuación, recién llegada a Madrid, en el film Días contados de Imanol Uribe, donde interpretaba a Vanesa, una puta desarraigada. Pasó el tiempo, pasaron, entre otros/as cineastas, Iciar Bollain (Hola ¿estás sola? y Te doy mis ojos), Almodóvar (Todo sobre mi madre), Chus Gutiérrez (Insomnio) y en 2005 a la excelente actriz, tan dotada para el drama como para la comedia, le tocó otra prostituta, Cayetana, en Princesas, cuarta realización de Fernando León de Aranoa (Los lunes al sol). Un protagónico que comparte con la puertorriqueña Micaela Nevárez, toda una revelación. Caye es una madrileña pisando sin mayor garbo los 30 que en algún momento, probablemente por necesidad –la película no lo aclara–, optó por la prostitución como salida laboral (“es temporal”, se justifica en algún momento). Caye se hace amiga de una potencial rival en el trabajo, la dominicana Zulema, una chica sin papeles que vive miserablemente porque le manda casi todo el dinero que recauda a su familia que cría a su hijo de cinco años. En la secuencia antes de los títulos, Caye llega a una clínica, pregunta por un número en la recepción, camina por un pasillo y se detiene en una habitación donde varios hombres jóvenes rodean a un amigo que está en la cama, la pierna enyesada: Caye es el regalo de cumpleaños. Pero un regalo que planta sus condiciones: “Son 60 euros. Aquí nadie toca nada, sólo toco yo. Si quieren tocar, sube la tarifa”.
Princesas es una de esas raras películas que habla del oficio más antiguo del mundo, según reza el lugar común, sin morbo, sin espíritu moralizante o redentor, sin tranquilizadora idealización. Porque de La dama de las camelias a Mujer bonita, de Nunca en domingo a Irma la Douce, larga es la serie de prostitutas generosas, calculadoras, aficionadas, profesionales, contentas, sufridas que en el cine han hecho la calle o han trabajado en un burdel, cuentapropistas o regenteadas por una madama o un rufián. Pero en contadas oportunidades –como sí sucedía en Chicas que trabajan de Lizzie Borden o en Prostituta de Ken Russell– ese acercamiento se ha alejado de estereotipos cargados de preconceptos, construidos desde una óptica paternalista cuando no francamente misógina.
No es el caso, obviamente, de Fernando León de Aranoa –un muchachón desmañado de dos metros con pelo largo atado sin recurrir al peine, según se lo puede ver en el making off del DVD, recientemente editado por Transeuropa–, cuya actitud inicial fue de sincero interés por conocer el mundo de la prostitución, su problemática. Cuando tenía apenas apuntes de ideas para escribir el guión, fue a una muestra de fotos, titulada Sexoservidoras, de Maya Goded, en el Reina Sofía y luego asistió a una charla del colectivo Hetaira, una organización que se mueve activamente para ayudar a estas trabajadoras. Dos años después, con el proyecto Princesas en marcha, se puso en contacto con ese colectivo: “Me costó un poco hablar con ellas, estaban muy ocupadas en ese momento haciendo manifestaciones. Finalmente lo conseguí, tuve la suerte de que confiaran y me dejaran acompañarlas en sus tareas”. Así fue que el director se incorporó prácticamente a Hetaira, estuvo en reuniones, concentraciones, debates, fiestas. Pero lo que le resultó esencial para el film fue instalarse noches enteras en la rueda de auxilio de La Libertina, la furgoneta con que el colectivo visita regularmente las zonas donde buscan clientela las prostitutas. El mismo repartió entre las chicas bebidas, galletitas, folletos, preservativos...
Y esa disposición igualitaria y solidaria del realizador se trasluce netamente en esta película que más que contar una historia fuerte, retrata escenas de la vida cotidiana de Caye y Zulema, dos laburantas autónomas pegadas a sus celulares, con clientes fijos y ocasionales, que ocultan su condición a sus respectivas familias, que conocen los gajes del oficio y que anudan espontáneamente una amistad tierna y abierta, protectora en el caso de la local respecto de la extranjera sin permiso de residencia. La mirada desprejuiciada pero no complaciente de Fernando León se extiende a otros personajes femeninos: el grupo amistoso de prostitutas que platica en la peluquería; la madre de Caye, una viuda negadora que se hace enviar flores con esquelas que ella misma escribe; Blanca, la patética drogona arrasada a quien nadie deja pasar al baño.
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