› Por Dora Barrancos*
Cuando hace bastantes años atrás comenzó el primer recorrido de El Género en disputa tuve la impresión de que nuestra “colonia feminista“, se hallaba llena de prevenciones. También me parece hoy que eran esas prevenciones las que demoraban una lectura sintomal, despojada, sensible de lo que Butler nos proponía. Con un exceso de franqueza diría que temíamos el “efecto Butler” sobre la teoría feminista, porque estábamos abroqueladas en ciertas líneas teóricas que, con mayor o menor energía, habíamos asimilado a conocidas “afinidades electivas”. Creo que estábamos más atentas al debate que habían producido sus diatribas que al propósito de auscultarla sin intermediarias. Finalmente incorporamos a Butler con la incomodidad de quien concluye que “no hay más remedio”, y seguramente para sacudir a esa consternadora justificativa, tomamos la medicina con el rigor y la convicción de quien intuye que puede curarse.
Pero cuando apareció Cuerpos que importan fue incontestable que ya había una avenida Butler, que buena parte de nuestros espíritus (me refiero a las feministas académicas) ya se había rendido al menos a la inteligibilidad auspiciosa de sus ideas, y que en nuestra plaza habían surgido dos grandes grupos partidarios: las/los jóvenes con menos complicidad con el pasado teórico feminista, y quienes impregnaron con esperados tejidos teóricos su agencia de sexualidades disidentes. De ambos hemos aprendido mucho.
Ha quedado lejos el recelo, en particular el que anclaba en la idea de que la eliminación de las huellas ontológicas de la condición femenina eliminaba también la capacidad de erigirse políticamente como sujeto. Las construcciones discursivas predican también acerca de las “materialidades” que pugnan dialécticamente entre el cuerpo que parece que somos y lo que no somos a pesar del cuerpo, pero no quiere decir que seamos “un invento antojadizo” fuera de un sujeto encarnado. Las hiteraciones a las que nos acostumbramos, para decidir quienes somos, si es que se puede –tal vez con la única certeza de la provisoriedad pues estamos en derivas ( y aquí me doy cuenta de que me transfiero a Braidotti, una de sus más lúcidas contendientes)–, no significan desplazamientos desquiciados anómicos, algo indispensable para la política.
La Butler que escuché estos días en Buenos Aires, fue conmovedoramente política. Si volvió sobre sus conocidas tesis, reescribió como en un palimpsesto las urgencias de los motivos “reales” de nuestras sociedades en torno de la precarización, la desaparición forzada y la muerte. Se refirió conmovida a los recientes desaparecidos de México, como a las muertes “terroristas” que supone el feminicidio. Abogó porque encontremos una teoría específica para dar cuenta de esa violencia. Y cuando le fue dado, no dejó de alertar sobre la necesidad de acoplamientos entre las agencias por derechos, de establecer afinidades para vencer los desafíos responsables por la “vida precaria”, indigna de ser vivida. No dejó de situarse como feminista, eliminó la posibilidad de un ciclo pos, y encendió el amor de sus plateas, más allá de algunas diferencias. Sí, desde luego, advirtió sobre los regímenes categoriales que desconciertan la brújula.
Pocas veces se ve una académica tan humilde para enunciar sus propias contrapuntos, tan auténtica en sus convicciones, tan despojada de profetismos. He ahí lo que también refuerza el notable acontecimiento político que produjo, el arrollador “efecto Butler” en nuestras comunidades.
* Socióloga e historiadora.
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