Viernes, 6 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Virginia Cano, Dra. en Filosofía (UBA) y lesbiana feminista.
Uno de los disciplinamientos a los que nos vemos sometidas aquellas que hemos sido producidas como mujeres es el largo entrenamiento que nos propician para ser indefensas, frágiles, sumisas, gentiles, poco confrontativas, componedoras e inclusivas. En una palabra, para adquirir un “cuerpo de mujer” (tal y como debería ser). Nuestro cuerpo está entrenado para no ejercer (ni física ni verbalmente) la violencia, a la vez que se produce culturalmente como el cuerpo débil, violable, ultrajable, domeñable, e incluso como cuerpo muerto.
Este entrenamiento (estás prácticas, discursos, ejercicios e ideales) de un cuerpo “femenino” se sustenta en –a la vez que (re)produce– los roles estereotipados de género, aquellos que entienden el ejercicio de la violencia como una propiedad de la masculinidad (y del estado), y que consideran a las mujeres (junto a otrxs sujetxs) como sujetxs incapaces de la misma, como sujetos débiles que no deben (ni pueden legítimamente) ejercer (ni resistir) la violencia.
(Des)hacernos de ese cuerpo sumiso y entrenado en la indefensión es una de las tareas más urgentes y potentes que están encarando algunos movimientos feministas y de la disidencia sexual (entre otros colectivos activistas). Disputar la imagen y las prácticas (pero también las narraciones y sentidos) de unos cuerpos femeninos débiles, disputar la violencia como un arma y una potencia que no es (ni debe ser) propiedad exclusiva de los varones (y del Estado), es muchas veces una estrategia de supervivencia, pero también una posibilidad de resistir y de disputar otros modos de ser. Y aquí estoy entendiendo la capacidad de auto-defensa, de resistencia y rechazo a modos de vida que nos violentan y oprimen, en un sentido amplio. Sentido éste que abarca tanto la dificultad que tenemos las sujetas asignadas al género mujer (incluso cuando nos hemos fugado una y otra vez del mismo) para pensar nuestros cuerpos en términos de potencia y de capacidad física de acción, hasta el modo en que hemos sido entrenadas para no contestar o responder ante el acoso callejero.
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