Jue 31.12.2015
las12

Caída libre

› Por Florencia Abbate *

La primera vez que fui a su consultorio, nos miramos a los ojos y sentí que alcanzaba a ver algo más lejos, incierto, vaporoso pero muy concreto, y enseguida sentí que me caía adentro de sus pupilas, como si esa tensión entre las miradas hubiese atravesado un umbral y apareciéramos en otra dimensión. Pero una certeza del deseo es fugaz como un rayo: la ves y al instante siguiente se esfuma, ya no podés estar segura de que haya existido, aunque un inquietante destello pareciera conservarse en la memoria del cuerpo.

Iba cada quince días y siempre lo mismo, había un momento donde todo el protocolo profesional perdía sus contornos. Manteníamos un trato distante. Cada uno era para el otro un perfecto extraño. Y de pronto, una sonrisa y de nuevo la insólita impresión de haber ido un poco lejos y de haber desembocado en un lugar imprevisto: aquella intensa sensación de intimidad, un punto del que escapábamos de inmediato, preocupados.

Lo más terrible era que él tenía que tocarme. Y que yo tenía que desvestirme ante él, para luego acostarme en la camilla y quedarme quieta. Cerraba los ojos y toda mi percepción se retraía para estar ahí, ausente y ofrecida; sólo tenía conciencia de sus manos deslizándose en mi piel, a lo largo de mi espalda, de mis piernas, sobre mi vientre, alrededor de mi cintura y de mi cuello. Después me indicaba que ya podía levantarme y la visita terminaba en la formalidad del escritorio. Una vez, lo observaba escribiendo una receta, y cuando alzó la cabeza y vio mis ojos, que debían ser charcos de puro deseo, su expresión se transformó y quedamos tan compenetrados, que en un momento parpadeamos al mismo tiempo y de repente, como molestos, nos levantamos y nos despedimos velozmente.

Ya en casa, notaba que algunas imágenes quedaban ancladas en mi imaginación y no podía hacer nada, ni atender el teléfono. Me volvía una inútil a merced de la impertinencia de los recuerdos. Necesitaba olvidarlo para aguantar los espaciados tiempos del tratamiento, sino era tortuoso. No podés llegar después de dos semanas y decirle al médico: Tengo un nudo en el estómago de tanto extrañarte. Así que en esos intervalos intentaba, inútilmente, no pensar en la energía desbordante que me quedaba en el cuerpo después de que me tocaba. Y así pasaron diez largos meses.

En la última visita, al enterarme de que se acababa el tratamiento, me invadió una tristeza espantosa, una absurda sensación de pérdida. Traté de que no se notara para no hacer el ridículo. Me acosté, sus dedos se introdujeron bajo mi espalda y la recorrieron, me estremecí y se detuvo un instante, como si lo disfrutara. Sus manos siguieron con la rutina, pero ya nos habíamos deslizado a ese otro lugar, una atmósfera donde era como si nos conociéramos y nos entendiéramos mucho; y el tono de su voz cuando me dijo “Date vuelta” sonó distinto, impregnado de cercanía y confianza. Entonces, de un modo espontáneo, mis manos se apoyaron sobre las suyas, que se habían extendido sobre mi vientre, un poco más abajo de lo habitual. Con los ojos cerrados percibí un movimiento intempestivo. Un ligero sobresalto me hizo incorporar un poco, lo suficiente para quedar a la altura de sus labios que se acercaban a los míos que sonreían sorprendidos mientras una felicidad me incendiaba el pecho como una llamarada.

El consultorio empezó a desvanecerse y sólo oí una risa atravesando mi cerebro como una estrella fugaz. Un cielo oscuro y luces intermitentes, noctilucas que se prenden y se apagan en el mar de noche, mientras nadamos entre ellas con una poderosa urgencia, y nos tocamos a través del agua. Una flecha que parecía cruzar con facilidad un abismo. Que parecía arquearse más arriba en el espacio y no detenerse. Quise decirle algo pero todas las palabras se borraron en el encantador y hormigueante placer que se expandía en oleadas, ráfagas, vibraciones sutiles. Y después, escuchando los golpes acelerados de mi corazón, con la cola tan bien encajada en los huecos de su pelvis. Y la luz de la explosión como un surco en la noche. Los latidos, su respiración derramada sobre mi oído, nuestros brazos y piernas enredados, toda envuelta en él, aún temblaba un poco. Ninguno preguntó si había estado bien, porque no pudo haber sido más dulce ni más deseado.

* Escritora y periodista. Autora de Puntos de Fuga (Editorial Tantalia), Los transparentes (Editorial Libros del Rojas) y Magic Resort (Editorial Emecé).

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