› Por Marina Yuszczuk *
Bienvenido verano, bienvenido calor extremo, la época de las soleras vaporosas –con o sin nada abajo–, de los días en pata, salvajes, comiendo fruta con las manos chorreantes. El pelo enredado, recogido de cualquier manera, el cuerpo siempre un poco sucio. Las calenturas inmediatas, próximas de atender. Tan a mano.
El verano se atraviesa con los ojos encendidos en la contemplación de las otras y los otros, en ese infierno emocionante de los cuerpos, en lecturas que se interrumpen para meterse una mano entre las piernas. Tengo una relación a largo plazo con las horas incluso aburridas de leer en las que me sorprende, con demasiada frecuencia, una palpitación largamente conocida, de nena, de adolescente, de mujer.
El deseo está ahí, se manifiesta, una y otra vez, ahí: en las imágenes brillantes que tensan la distancia entre el cerebro y la concha. La hacen eléctrica. Puede ser cualquier cosa lo que me enciende pero no, no es cualquier cosa. Es todo lo que hace resonar la historia de lo que soy, un animal completamente vivo que quiere coger, como estas monas, en el relato demasiado humano de la explosión entre dos hembras de chimpancé que me llenó de alegría: “Lodja ve a Mwanda y grita de emoción. Corren la una hacia la otra con tal fuerza que cuando se encuentran caen a la tierra abrazadas. Sin mucho juego previo, Lodja mueve sus caderas contra Mwanda y rozan sus clítoris aumentando la velocidad y la fricción. Se sostienen entre sí, apretadas, mientras lloran y chillan y cuando terminan, se desmoronan agotadas y perezosamente comen un poco de fruta.”
Me reconozco en esas monas, siento que podríamos ser amigas. Me encanta que les guste comerse una fruta después de coger, con esa hambre encadenada que conozco tan bien. Duraznos, sandías, mangos, o esa de la que leí hace mucho tiempo, a escondidas y en un libro de ciencia, en otro verano, una cosa que no pude olvidarme: “Los labios interiores se abren y se hinchan, llegan a alcanzar hasta dos o tres veces su tamaño normal y salen fuera de la cortina protectora de los labios externos, añadiendo así un centímetro más a la longitud total de la vagina. Al aumentar la excitación, se produce otro cambio chocante en los labios interiores. Congestionados ya, y protuberantes, cambian ahora de color, adquiriendo un tono rojo brillante”.
Es una fruta, brillante, animal, lo que tengo entre las piernas. Me encantan las ideas cuando meten el dedo justo ahí, y agitan ese empuje de la sangre que pide calmarse pero primero, quiere subir y subir, un poco más, y después, más todavía.
Me encanta la paja. Creo que me chuparía mi propia concha si fuera posible, aunque no sé si eso se considera paja. Sí: lo hago. Soy buena porque sé exactamente dónde y cuándo, aunque también soy salvaje y estoy apurada, soy las dos monas que se chocan y se frotan los clítoris, ¡qué felicidad! ¡Sin juego previo! Como monas, perritos, conejos. Rápido, punzante, entre chillidos. Y después, nos comemos una fruta.
* Periodista, poeta y escritora, autora de Madre soltera (Mansalva), Lo que la gente hace (Blatt&Rios) y La ola de frío polar (Gog&Magog).
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