Vie 08.03.2002
las12

Izquierda/Mujeres

› Por Moira Soto

El feminismo de los años sesenta se originó, en sus vertientes más radicales, en el interior de los partidos de izquierda. En nuestro país, en cambio, las izquierdas siempre fueron, amén de puritanas, convencidas de que la marcha hacia al socialismo traería per se la liberación de las mujeres. En las prácticas políticas anteriores a la dictadura militar y en los partidos de izquierda no sólo existía desigualdad entre los sexos –aún en el Mayo Francés del ‘68 las mujeres fueron sobre todo “ángeles del mimeógrafo”– sino que, en el plano de la vida cotidiana de sus militantes se oscilaba entre la captura de toda actividad privada (que debía exponerse ante un tribunal enjuiciador), la relativa socialización del sexo y la vieja y modesta aceptación del camino trazado por la burguesía: la doble moral. Según el historiador Horacio Tarcus en los árboles de las izquierdas siempre hubo dionisíacos y apolíneos. Recién en 1986, en el número 5 de la revista Praxis Carlos Alberto Brocato escribe un artículo revulsivo: “Crisis de la militancia (notas sobre la sexualidad)”. Allí, Brocato empezaba por decir que, tal como lo había demostrado la historia de las religiones, cuanto más pequeñas son las iglesias más ortodoxas son sus prácticas. Por lo tanto, se puede pellizcar con menos culpa a una catequista católica que a una adventista o anglicana. Todo para hablar de la ultraortodoxia del trotsquismo (o su “frailerío” como lo llama Brocato) que permaneció más o menos intocable debido a que en nuestro país apenas se desarrolló la crítica cultural desatada por las revueltas de mayo del ‘68. La sexualidad nunca habría generado un debate en los partidos de izquierda al estilo pregonizado por el psicoanalista Wilhem Reich, autor de La revolución sexual. En todo caso funcionaba como un mero principio aglutinador y de identidad bajo la forma de trueque sexual. El militantismo tendía a quitarle misterio a la práctica sexual, a través de una “visión científica” que revelaba lo erótico como una ilusión o “falsa conciencia”. Esto convertía a los militantes en activistas del decatlón sexual con el primero que se pusiera a tiro ya que éstos se consideraban liberado per se. Otra causa de empobrecimiento erótico era la de asociar los llamados” juegos preliminares” a la hipocresía burguesa; se los veía como un rodeo puritano que encubría la franca materialidad del sexo. También los coitos fraternos, provocados por una suerte de solidaridad fisiológica, eran rituales destinados a confirmar la pertenencia al mismo núcleo, en una suerte de club de la cópula. Brocato habla de productivismo sexual de superficie, al aludir a ciertas corrientes que consideraban que el sexo mejoraba la militancia. Brocato sugiere que podría haberse acuñado la consigna: “Compañero, adquiera el hábito de fornicar. Militará con menos nerviosismo y venderá más periódicos”. En algunos sectores de la militancia trotsquista se consideraba a la pareja como una unidad pequeño burguesa que debía ser socavada. Brocato transcribe el testimonio de mujeres que fueron burlonamente criticadas por negarse a socializar durante las noches en las clásicas jornadas colectivas de discusión de fin de semana. Estas extrañas interpretaciones de la revolución sexual convertían a las mujeres en víctimas de una suerte de derecho de pernada mientras que los derechos reproductivos formaban parte la revolución de pasado mañana. Desde 1969, un grupo de disidentes sexuales de extracción gremial comenzó a reunirse con el propósito de fundar el Frente de Liberación Homosexual, algunos de cuyos integrantes se reunieron en el grupo Política Sexual liderado por Néstor Perlongher y que estaba integrado en gran parte por feministas provenientes de los partidos políticos de izquierda. La dictadura quebró ese retoño que prometía ser fecundo.
La igualdad, que adoptó una forma trágica ante la tortura y la muerte no se dio plenamente sin embargo en las organizaciones revolucionarias de losaños setenta. La maternidad en tiempos de riesgo fue un tema de discusión permanente, en la práctica una responsabilidad que, como en las familias tradicionales caía con más peso del lado de las mujeres como atestiguan las militantes que dieron su testimonio para el libro de Marta Diana, Mujeres guerrilleras. La clandestinidad dejaba a las parejas aisladas de posibles colaboradores de crianza, salvo en las casas “guardadas” donde el protocolo revolucionario arrimaba a varones en igualdad de condiciones Que los compañeros “colaboraran”, incluso las sustituyeran, no eliminaba el sentimiento de responsabilidad maternal, una de las cuestiones de género que la revolución agendaba para más adelante. Algunas militantes revolucionarias de los años setenta recibieron, en los diversos lugares de exilio, las marcas del feminismo de la igualdad. Sin embargo, al no existir en el campo de las izquierdas un verdadero debate acerca del vínculo entre política y subjetividad, entre el psicoanálisis y las diversas teorías revolucionarias aún queda pendiente para un diálogo entre las feministas y las militantes de los setenta la posibilidad de transformar los conceptos mismos de “poder”, “igualdad”, “deseo”. Cabe también articular la temática del uso de los cuerpos en la violencia revolucionaria con la de los cuerpos como deseantes, entre familia biológica y familia política.
Durante las elecciones del ‘99, la posición de la Alianza de no pronunciarse sobre la cuestión del aborto, utilizada como chicana por el adversario, puso de manifiesto la ausencia de una reflexión colectiva del progresismo en general sobre los derechos sexuales y los de la vida cotidiana, algo que ya quedó claro cuando se debatió el nuevo Código Contravencional. El hecho que Lohana Berkins, líder de ALID (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti) haya sido candidata a diputada por Izquierda Unida en las últimas elecciones y que hoy sea asesora de Patricia Walsh, que Flavio Rapisardi, vicepresidente de la CHA (Comunidad Homosexual Argentina), sea asesor de Patricio Etchegaray hablan de un deseo de transformación en las agendas de izquierda. Existe el libro Baños, fiestas y exilios del mismo Rapisardi, y Alejandro Modareli que recoge con rigor la historia entre los gaysidad y la militancia de los setenta. No existe aún la historia de la izquierda y los feminismos. Y la actividad del lesbofeminismo suele constituir un breve lugar en las notas al pie de los incipientes trabajos sobre minorías sexuales.

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