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Viernes, 17 de junio de 2016

Acá tenés las pibas para la liberación

A mi abuela le vi dos cuadernos: el de poesías de estudiante nocturna que conservaba como una alhaja del paso por el estudio y el de las recetas que anotaba frente a las apariciones de Doña Petrona. En letras cursivas y líneas rayadas hacía apología de no besar por frivolidad y que a Garrik le cambien la receta porque no siempre ríen los que hacen reír. Ese tesoro lo tengo. Las recetas no. Mi abuela se sentaba a ver la televisión con lápiz y papel. La comida poblaba su mesa amarilla de ñoquis de bienvenida, sus tardes de tele, sus hojas de desafíos y su nombre endiosado por un sabor que no muere. La cocina, sin embargo, no era una lección con la que adoctrinara. Igual que los vaivenes de Doña Petrona entre la vergüenza de ser cocinera y el orgullo de adoctrinar en la economía del hogar, mi abuela Tita sabía que su talento era tan claro como el pesceto que no necesitaba cuchillo para enfilar la ternura y la esperanza que –todavía– resplandece en su copa color verde.

Pero también sabía –muy sabia– que saber era mejor y que la cocina de conversaciones en jeringoso, de tangos recitados y de cabellos de ángel no podía ni debía ser el destino de sus nietas con más alas que su cucharón que, gracias a algún cielo, conservo –contra muchos desfalcos– para que la sopa no se escurra y permanezca inoxidable como una armadura humeante.

La batalla de los besos por frivolidad la perdió a medias. Sigo saboreando cada beso azaroso, fugaz o empedernido como un paladar enamorado del dulce suave que no tiene receta para el olvido. Pero hay algo inexplicable. Nunca me sentí tan a salvo de los hechiceros de besos que escatiman como en la cocina de mesa amarilla de mi abuela Tita. El feminismo vehemente en el que creo con el alma, las manos y la boca me alza los pies, pero no logra despejarme el deseo de besos que traigan postre después del apetito apenas cubierto por los platos voraces. En cambio, siento en su receta la escudería para creerme libre de la dependencia más feroz: la del deseo.

En su casa, en la cocina recetada por Doña Petrona, no había cena sin postre, como hoy sí hay sexo sin libertad de deseo. La boca esperaba sin refreno posible el arroz con leche espolvoreado de canela, abocado a mixturarse con el dulce de leche, tiritante con los granos al dente y desafiante de cualquier placer oral de los que dejan sin aliento ni olvido.

Hoy las nuevas Petronas son sexólogas que decoran las vaginas en bragas diminutas y apuntan recetas para llegar adonde no se sabe cómo encontrar, ni cómo volver. “¿Sabías que una cucharadita de semen contiene solo siete calorías? Ya no tienen excusas”, dicta la sexóloga Alessandra Rampolla en una frase repetida como loop en Youtube, tal vez lo más parecido a la simil Petrona moderna que receta a las mujeres como tragar sin escupir y sin engordar, como si el sexo oral fuera un jarabe a embuchar para que tu marido no te deje o la modernidad no te condene por seca o por gorda.

No todo tiempo pasado fue mejor. Con la liberación sexual -y con toda la libertad desenredada que le falta a esta liberación traicionera- estamos mejor. Pero a la libertad sexual le queremos poner todos los huevos que le ponía Petrona y tirar manteca al techo. El placer desmedido no mide calorías y frunce los labios para que las caderas no defalquen el paraíso delgado de las selfies más fáciles que los orgasmos.

Por eso, queremos comer con la boca abierta, sentir el power de una cocina amorosa, descontar pecados y contar con papel y lápiz besos y ollas y que el amor, la comida y la vida, siempre, pero siempre, tengan postre.

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