La huelga de los guardapolvos caídos
POR L. P.
Tal vez el primer día de colegio no lo noté. Es cierto, tenía que usar guardapolvo blanco y ellos no. Pero las diferencias eran tantas que el blanco parecía chiquito. Por empezar, el colegio al que entraba –el Manuel Belgrano, de Ecuador y Mansilla– era un nacional de varones donde sólo había varones. Recién en 1986 se había obligado –ésa es la palabra– al colegio a abrir sus puertas a las mujeres. Las aulas enormes, los patios, el buffet, el recreo, el centro de estudiantes, todo era un mundo de hombres, con una isla de mujeres pequeñas, las menos y las más chicas, apenas en primero y segundo año. Es cierto que ser una isla de chicas, en un mar de hombres, daba vértigo a los 13, cuando los vértigos gustan.
Hasta que apenas unos meses después del primer día de clases, el vértigo se estrelló contra los banderines de la marina en el despacho de la rectora del (ahora ex) Nacional Número 6. Era a ella a la que el blanco le parecía chiquito y, además, indispensable. El ruedo del delantal le mostraba la hilacha que dejábamos ver las mujeres que habíamos irrumpido en el colegio de varones con la intención de provocar y ensuciarnos. Recuerdo como una pesadilla que sigue persiguiéndome la clase magistral sobre posibles infecciones que vendrían a atacarnos como un golpe bajo, por el simple pecado de sentarnos en el pupitre, si no acatábamos el uso del guardapolvo y lo acatábamos largo.
Acaté hasta que noviembre trajo entre sus exámenes ese que es chiste fácil y que a mí me hacía arrancar lágrimas. El patio del colegio era cuadrado y la prueba de educación física también: 10 vueltas en 4 minutos. Yo corría hasta que las piernas se retobaban, respiraba hasta que el aire atormentaba el aire, y deambulaba por ese patio cuadrado hasta ver desaparecer al resto y saber que mis piernas no llegaban. En el mástil, lloraba por el fracaso de mi cuerpo. Pero el fracaso se convirtió en sanción por deambular con la ropa de gimnasia.
Los varones seguían entrando, saliendo, mirando, estudiando, rindiendo, corriendo, yendo y viniendo. Igual que yo, aunque yo no era igual que ellos, exhausta –y con un no supero los objetivos que me condenaban a otras diez vueltas en diciembre–, estaba en falta por mi shortcito negro. Me abracé a mi amiga Eugenia y lloré por ese temblor del cuerpo como enemigo: demasiado poco para correr, demasiado expuesto para que me corran.
Ya en tercer año propusimos entre varias nuestra primera huelga. Eramos 70 chicas y nos juntamos todas en la sala del coro: “Mañana ninguna entra con guardapolvo”. No entramos ese día y al siguiente tampoco. La primera vez, por decisión nuestra, la segunda, por decisión de la rectora. El cuaderno decía que nos habían suspendido a todas por indisciplina. Pero, al menos, pusimos el cuerpo, sin que el guardapolvo nos libre ni nos guarde. Si hay algo que me enseñó el colegio secundario fue que la historia de la desigualdad entre varones y mujeres no era historia. El guardapolvo hizo escuela.
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