Viernes, 18 de mayo de 2007 | Hoy
Por Soledad Vallejos
Es nuestra tradición que el texto cree, o intente modelar, los hechos. Como si hecha la ley, imaginado el mundo, la palabra en la legislación argentina tiene un dejo de esa omnipotencia bíblica (ese “y entonces dijo y creó”), ese será lo que se diga que deba ser o no será nada, y así. En la realidad, claro, eso podría traducirse como el divorcio más o menos acentuado entre lo que se dicta como normativa y lo que efectivamente termina sucediendo. Y como no podía ser de otra manera, ya que de alumbramientos hablamos, el gestar, el hacer nacer y el nacer mismo no se escapan a las generales de esta regla informal nuestra. A saber: desde 2004, Argentina cuenta con la “ley sobre parto humanizado” (Nº25.929); desde dos años antes, en la ciudad de Buenos Aires rige la “ley de acompañamiento en el trabajo de parto, nacimiento e internación” (Nº1040) y en algunas provincias existen disposiciones similares. En todos los casos, el objetivo es el mismo: que parir y nacer no se conviertan en episodios hipermedicalizados, que la mujer que va a parir no reciba atenciones dignas de una persona enferma, que el embarazo no se aborde como patología. ¿Sencillo? No tanto.
“La globalización, ¿cómo se ve lo que la medicina hace con los partos? En el poco acompañamiento que hay de la paciente. La paciente va un día a la maternidad, la atiende un médico, otro día la atiende otro y un tercer día un tercero. No hay responsabilidad personal, no está personalizada la relación con la paciente. Cuando llega el momento del parto, a la mujer la atiende el profesional que está en la guardia, que en general son tipos que están en otra cosa. ¿Por qué? Porque acompañar a una embarazada tiene que ver con el afecto, la empatía, con el conocimiento que va ganando el obstetra de su paciente a lo largo del seguimiento. Pero en lugar de eso, ella llega y se encuentra con que es todo una cuestión de desconocimiento, una situación en la que es difícil para ella abrirse. Y entonces todos los partos que podrían ser normales terminan siendo difíciles.” Eso plantea el neonatólogo y pediatra Alberto Grieco, un médico que tuvo por maestro al mítico Florencio Escardó, y que –amén de ser miembro “vitalicio” de la Sociedad Argentina de Pediatría y de la Asociación Americana de Pediatría– dice lo que dice al amparo no sólo de la experiencia de años de ejercicio profesional, sino también por lo que observa en campo. Vale decir que Grieco reviste en la Auditoría General de la Ciudad de Buenos Aires, en donde se especializa precisamente en supervisar el área materno-infantil de la salud pública porteña.
Las últimas estadísticas disponibles corresponden a 2005 (las de 2006 están siendo elaboradas) y son de lo más claras. En todo el sistema de salud, el promedio de cesáreas duplica al 15% recomendado por la OMS, cuando no lo supera por más: rondan el 40% en el hospital Rivadavia (que, por otro lado, no es el que mayor cantidad de partos atiende) en el extremo más elevado, el 30% en el Santojanni y la maternidad Sardá (donde se produce, por lejos, la mayor cantidad de nacimientos), caen al 17% en el Piñero. La ley garantiza un tratamiento “individual y personalizado” para lograr “intimidad durante todo el proceso asistencial”; también promueve el respeto de los “tiempos biológico y psicológico”, la no realización de “prácticas invasivas” y la compañía de la persona que la parturienta elija durante “el trabajo de parto, parto y posparto”. La disociación entre la buena voluntad legal y los resultados prácticos pareciera irreconciliable. ¿Dónde están los obstáculos, qué nombres ponerles?
Grieco explica que hay, en primer lugar, un problema estructural, y que es notable. La normativa del Ministerio de Salud, por ejemplo, impulsa la existencia de salas donde se desarrolle todo el ciclo completo (trabajo de parto, parto y puerperio) y que no implique desplazamiento de la mujer ni fragmentación de la atención médica. Pero a tres años de sancionada la ley, “estas salas sólo las tiene un hospital, el Fernández”. Aún más: “En el Santojanni, las salas de parto están divididas por una cortina, por lo cual las mujeres no tienen privacidad, ni la que está pariendo ni la que está esperando parir, y por eso mismo no dejan entrar acompañantes. En el hospital Alvarez también sucede algo parecido”. El diagnóstico, entonces, señala las falencias en el proceso mismo de creación y aplicación: “Se hicieron leyes correctas, pero no los relevamientos necesarios para poner los servicios en condiciones, para hacer las cosas que se tienen que hacer en estos casos... Y en el sistema privado no andamos distinto”.
Otro escollo nada despreciable, y seguramente más complicado de transformar, tiene que ver pura y exclusivamente con los recursos humanos, con la generación de una mirada diferente sobre lo tradicional. Digamos: otra concepción del poder, de las mujeres y del ejercicio profesional mismo. “Actualmente es un mundo frío, en el que predominan prácticas violentas, aun cuando no son necesarias. A la vez, la partera es como una sirvienta del obstetra: hace todo el sostenimiento del parto y la paciente ella sola, el obstetra sólo aparece cuando el chico está saliendo, a pesar de que el obstetra en los hospitales está las 24 horas. A eso se suma que, en el sistema público, ningún servicio de salud mental trabaja en tándem con obstetricia, a pesar de que se promueve el trabajo interdisciplinario. Quiero decir: no se trabaja en prevención”.
El círculo se cierra cuando los problemas acaban donde han comenzado: si las falencias de una ley impecable están en un funcionamiento que no se previó ni evaluó (como si el sistema acabara de nacer, como si nada, ni una historia, ni una estructura, lo precediera), la solución también, o al menos su posibilidad. Hay que sentarse –reflexiona Grieco–, y diagramar la salud va a costar pero va a tener que llegar algún día.
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