Echando las culpas hacia afuera
Por Mirta Mántaras
Cómo pudo permitir usted que personas tan cobardes, como los alumnos de tercer año, le hagan esas barbaridades a su amigo? (*)”, le dijo el director de la Escuela General Lemos a Joaquín Cortez, compañero de Segundo Cazanave, el cadete de 20 años que apareció muerto luego de que sufriera los tormentos psíquicos y físicos en ese Instituto. A pedido de la madre, Graciela Pereyra, que fue a reclamarle al coronel Ricardo Sarobe por la muerte de su hijo, compareció Joaquín ante los jefes militares y narró lo que había sucedido: los vejámenes que victimizaron a Segundo hasta llegar al agotamiento total y al quiebre de su personalidad.
El miedo de Joaquín se traslucía en su exposición torrentosa, como si temiera parar y callar. La mirada de la madre de Segundo, su llanto quedo, su queja desgarrante, lo impulsaron a seguir, a jugarse a perder si era necesario, pero no a volver a achicarse frente a la ignominia.
El director de la Escuela tuvo su respuesta: “Pero, dígame, alguien que dice que va a servir a la patria no puede ser tan cobarde como para permitir que le hagan eso a un compañero por más que los otros tengan dos años más, es preferible no ser nada en la vida a permitir semejante arbitrariedad”, amonestó el director.
Y ante las reiteradas humillaciones y castigos que narraba Cortez, el coronel Sarobe continuó: “A los cobardes hay que eliminarlos del Ejército”, sin aclarar a cuáles cobardes se estaba refiriendo, si a los que callaban o a los que agredían con tanta crueldad. Descontaba que todo el mundo estaba al tanto porque el baño –adonde llevaban a Cazanave para “bailarlo”– se encuentra muy cerca de donde duermen y allí –agregó– no podrían esconderse cuando realizaban actividades tan antirreglamentarias como los ejercicios vivos como castigo, con tanta intensidad y descontrol. Haciendo memoria, Sarobe recordaba en voz alta que los abusos de autoridad de los mayores eran sabidos, que a él también le había pasado, pero el resultado letal para Cazanave hablaba de un ensañamiento en tales prácticas que se salían de la estadística.
Por eso preguntó: “¿Le ponían el pie encima para que tenga dificultad para subir y para que haga más fuerza, no?”. Ante el asentimiento de Cortez, se salió de las casillas y lo increpó diciéndole: “¿Y por qué no se lo contó al sargento?”. El joven jujeño le contestó rápidamente que además del miedo a las represalias, ellos dos querían aguantar para seguir adelante y terminar la carrera. El código vigente de relación entre cadetes, “código de honor” de la violencia jerárquica que se reproduce en los ámbitos cerrados, mostraba sus grietas para el alto jefe pues, entre otras cosas, le alteraba su tranquilidad de saber y no mirar, aunque se representaran los cruentos resultados.
Cortez insistía con sus datos a borbotones: “Nos dijeron que si le daban la baja a uno porque los denunciáramos, quedaban otros 59 monos de tercero para cobrar venganza”. Sarobe apeló entonces a un argumento para él irrefutable: que a los cadetes les habían impartido directivas claras y precisas acerca de que no se podían aplicar ejercicios antirreglamentarios, que debían reclamar a los superiores y, sobre todo, informar a sus familiares y a sus tutores sobre lo que sucedía en la escuela, pues, después de todo, ellos no podían desentenderse de los acontecimientos.
Agregó que era doctrina que esas arbitrariedades debían combatirse, pero que para eso debían estar informados. Evidentemente por personas que están fuera de la institución. “Lo que pasa –se quejó– es que los tutores se desentienden del problema”. La antigua costumbre de echar laculpa a la víctima o echarla para afuera, pues la culpa la tienen siempre los otros, salió de la convicción visceral del director de la Escuela.
Esta vez respondió la madre, que le contó que su hijo callaba para que ella no sufriera y para llegar a ser un señor militar, que era la expectativa de Segundo y de su familia, que creía que tenía que darlo todo por la patria, como decía la cuasi oración que le repartieron cuando ingresaron. Ella lo vio adelgazar 20 kilos, pero creyó que lo estaban tratando con las sales que le dieron a Segundo para que engorde antes de recibir el uniforme, unas semanas antes.
Cortez intentó argumentar, pero lo interrumpió el director con una exhortación de género: “¡Pero usted es un varoncito, no debió soportar esa presión! Si tiene tanta sensibilidad por la verdad, por eso ahora está contando, ¿cómo permitió tanta injusticia? Debió dar la novedad, ya que en la vida no se puede tener todo, no se puede ser cobarde, a Dios gracias son solamente algunos los tipos que no valen nada”. “Pero, señor –dijo la madre–, ellos tenían mucho miedo de hablar. Ahora recién me enteré de que le hicieron llevar a Segundo la cama de hierro al baño, después de lo de la baja, y eran los mismos que le tiraron la foto de su padre muerto porque era ‘un mono domador’ debido a que era hombre de campo y estaba con bombacha y caballo.” “¿Y tampoco lo de la cama contaron?”, dijo Sarobe. “No fue necesario”, le contestó Cortez, porque entonces un cabo que estaba allí le dijo a Segundo que vuelva con la cama a la cuadra. No se sabe si el cabo dio la noticia a la superioridad o ello generó sólo jocosos comentarios. Sí quedó en evidencia una tenue culpa hacia adentro, que sorteó el jefe apelando nuevamente a las formalidades: les hacemos firmar una autorización a los chicos para pedir la baja. Esa autorización es evidentemente nula, pues los menores son legalmente incapaces de hecho, por lo que se les designa un tutor militar y quedan bajo la guarda de la autoridad castrense, que debe velar por su integridad psicofísica.
En el reclamo judicial, la madre cita la exclamación de Agaton, interlocutor de Sócrates: “...hay un poder que ni siquiera a los dioses les ha sido dado: ese poder es el de hacer que lo que ha ocurrido no hubiera ocurrido”.
(*) Tomado de la grabación oculta que hizo la hermana de Segundo durante la entrevista.