Las mujeres bolivianas cuentan con saberes ancestrales que nunca dejaron de poner en práctica a la hora de parir o ayudar a parir pero que, enfrentados con las prácticas hospitalarias, son menospreciados y hasta calificados como “de animales”. Sin embargo, la necesidad de ir al hospital se impone para poder asegurar un documento para sus hijos e hijas.
› Por Veronica Gago
En la Villa 1.11.14 del Bajo Flores abundan los saberes ancestrales sobre cómo ayudar a las mujeres a parir e, incluso, cómo ayudar a los bebés si no están en buena posición a través del manteo: una serie de movimientos extremadamente delicados y precisos que se les practica a las embarazadas con unas mantas –aguayos– que ayudan al niño/a por nacer a ubicarse lo mejor posible. Son conocimientos prácticos que vienen de generaciones anteriores, de otras mujeres que tenían el respetado oficio de parteras en las ciudades de Cochabamba o de Sucre, y que hoy han aterrizado en este barrio porteño porque han migrado con las hijas, sobrinas o nietas de aquellas parteras.
Así se propaga esa experiencia que muchas de ellas escucharon comentar a sus madres y abuelas en Bolivia, que vieron de chicas cómo se divulgaba entre conocidas, o que directamente empezaron a rescatar de sus recuerdos frente a la urgencia de asistir a una vecina que en las estrechas calles de la villa no conseguía que entrara una ambulancia o que un remís la llevara al hospital.
Sin embargo, la tarea de valorización de estos conocimientos y de estas modalidades de parto natural no es nada sencilla. Por un lado, porque no siempre se llevan bien con las prácticas hospitalarias. Por otro, porque no tienen tanta buena prensa como cuando se vuelve moda entre ciertos sectores de clase media y alta.
El primer trabajo entonces es reconocer esos saberes como tales, compartirlos y también narrar y entender su reiterada incomprensión en el sistema de salud pública. Porque efectivamente no se recibe de la misma manera que una modelo o conductora de TV predique los beneficios del parto natural en spots televisivos, que una mujer boliviana pretenda parir de cuclillas en un hospital de Liniers o de Flores y las enfermeras le digan que eso es propio de “animales”, o que los/as obstetras insistan en atarles las piernas o las conminen a hacerse cesárea.
Frida, Karina, Mari, Valle y Verónica –dos de ellas quechuas, otras dos hijas de bolivianos/as y una nacida en Santiago del Estero– son las cinco mujeres que viven en la 1.11.14 y que sostienen un espacio semanal con otras madres del barrio, algunas recién llegadas al país: han conquistado un lugar propio para contar dudas, conversar sobre miedos y angustias y también para construir tácticas a la hora de enfrentar la discriminación cuando en el hospital desconfían de los conocimientos que ellas demuestran sobre sus propios cuerpos. La excusa es un programa que se llama De 0 a 4 (en referencia a la edad de los hijos), promovido por varios ministerios (Salud, Educación y Desarrollo Social), que les da a las coordinadoras un estipendio mínimo para la tarea comunitaria de “capacitación”. Ellas han sabido aprovecharlo a su favor y hacer de esa reunión una sucesión de encuentros de confianza a los que, llueve o truene, las mujeres del barrio asisten.
“Llegué al hospital y me dijeron que me tenía que poner Pervinox en la panza porque me iban a hacer cesárea. Pero yo quería parir normal, ya había roto bolsa y mi bebé casi se me muere porque me hicieron esperar demasiado”, cuenta una de las mujeres que tiene a ese hijo del que habla en brazos. “Sí, a mí también me hicieron esperar de más: fui al hospital y me dijeron: ‘te falta, querida, anda a tu casa y volvé mañana’. Pero yo sentía la cabeza del bebé ya casi saliendo y de la bronca me puse a llorar”, recuerda otra. “Nosotras conocemos cómo es nuestro cuerpo. Cuando fui al hospital yo también ya sabía que estaba lista, tenía la dilatación suficiente, pero igual querían convencerme de que me haga cesárea. No sé por qué no nos creen”, reflexiona otra de las presentes.
La primera pregunta que, ante tanta experiencia, surge hacer es: ¿Por qué ir a parir al hospital si el barrio parece tener una red de saberes y de recursos afectivos más vasta? “Porque es la única manera de que nuestros hijos/as tengan documentos y, por tanto, sean reconocidos como nacidos aquí”, explican. De lo contrario se tienen que hacer trámites bastante engorrosos (conseguir varios testigos, etc.) para que un recién nacido sea legalizado.
La cuestión, entonces, es cómo esos saberes ancestrales y corpóreos –que coinciden con los dictados de la ley nacional de parto respetado, aunque esta ley no tenga cumplimiento efectivo y sea desconocida por la gran mayoría– logran un estatuto de visibilidad y reconocimiento también en las instancias públicas de modo que no sólo sean aprovechados y recuperados para ciertas elites que pueden elegir como una oferta más la posibilidad del parto natural o “respetado” o que tienen herramientas efectivas para exigir el cumplimiento de la ley en instituciones médicas y en momentos de gran vulnerabilidad.
Para estas mujeres, parir a veces implica hacer un recorrido entre varios hospitales justo en el momento mismo de parir. “Bueno, cuando en el Piñeyro me dijeron que no había cama, que tenía que volver al otro día, me fui al Penna, y como tampoco me atendieron ahí, terminé pariendo en la Sardá, pero ya no daba más”, comenta una primeriza.
“No me gustó que no me dejaran entrar con mi hija a la sala de partos. Como no tenía una pareja, pedimos que sea yo, la madre, o alguna de sus hermanas la que entre pero no nos dejaron. Me sentí muy mal al no poder acompañarla porque sabía que ella quería que yo estuviese ahí”, cuenta otra de las asistentes a estas reuniones de los lunes. Y dice: “En el barrio nunca te pasaría eso de parir sola”.
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