JULIA CAñEDO, DE PARQUE AVELLANEDA
“Lo peor de todo es quedarse quieta”
Hacía tiempo que el paisaje de la esquina de Lacarra y Directorio permanecía intacto: la plaza y, enfrente, el tradicional bar Alameda cerrado, sucio y con sus cortinas rotas. En una de sus caminatas por elbarrio, Julia Cañedo, 70 años, encontró algo diferente. Las ventanas del bar estaban abiertas y en la puerta había un cartel que anunciaba que se hacían compras comunitarias de alimentos. Al acercarse encontró también pancartas con el “que se vayan todos”. Preguntó por las bolsas de comida a cinco pesos y entró a pispear, curiosa. Así se enteró de que el boliche había sido resucitado por los vecinos reunidos en asamblea y que habían puesto a funcionar un comedor por donde pasan 200 personas por día. Ahí mismo puso en palabras una fantasía repentina: “Si quieren, yo cocino”, ofreció.
Cinco años atrás había dejado su trabajo de cocinera en un restaurante por un problema en una pierna, del que fue operada. Había trabajado ahí 18 años. “Después me puse a vender cosméticos de Avon y otras marcas. No tengo jubilación porque mis patrones del restaurante no me hacían los aportes, y quería tener mi propio ingreso por más que viva con mi hija. Pero desde el 20 de diciembre del año pasado no se vendía nada, o la gente me pedía cosas y no las pagaba. Lo peor fue la sensación de quedarme quieta, no quiero envejecer sentada sin hacer nada”, asegura. Ahora Julia cocina todas las mañanas en el comedor de la asamblea de Parque Avellaneda. Guisos, fideos con tuco, polenta, lentejas, lo que sea. Se disculpa por las manchas en su delantal y recorre la cocina con pasos cortos, mostrando un horno enorme que quedó de los tiempos del bar. Los chicos ayudan con la preparación del pan. A ella le gusta recordar en voz alta que la pasión por la cocina la adquirió en la infancia, cuando vivía con su familia en Uruguay y su papá le daba “cacerolitas y pedacitos de carne para jugar” en una quinta a la que iban de vez en cuando. “Con el hambre que hay me atrajo esto de cocinar para la gente que lo necesita. Yo tampoco tuve todo fácil en mi vida, y nunca terminé la escuela. Hoy me siento activa y útil. Ellos me dicen que la comida está rica y eso me da mucha felicidad”, disfruta.
“Al principio no entendía muy bien de qué se trataba lo de la asamblea”, confiesa Julia. “Había ido con una amiga en diciembre a Plaza de Mayo, pero no se me ocurrió que el tema seguiría. Cuando me di cuenta de qué se trataba, empecé a ir a las reuniones de los sábados. En mi época era más tabú que las mujeres participaran en política, yo estuve en el Partido Colorado de Uruguay y me miraban con cara rara por eso. Hoy por hoy me pone muy bien ir a la asamblea, cuando no voy siento una falta. Es como otra familia para mí. Reconozco que hablo poco en los debates, me gusta escuchar las propuestas. Sólo intervine fuerte una vez, cuando se estaban peleando mucho, les dije que aflojaran, que yo estoy ahí porque me gusta, como les pasa a todos”. Dice que a su hija Edith a veces le da temor su participación no sólo en la asambleas sino también en las marchas y protestas. “Lo que le digo es que voy a seguir; la política sucia me tiene harta, quiero que cambien los dirigentes y, al fin y al cabo, alguien tiene que darle de comer a la gente –explica–. Hace poco fuimos a reclamar bolsones de comida para el comedor a Política Alimentaria del gobierno porteño, porque los habían cortado. Nos metimos en el edificio e hicimos mucho ruido. Sólo uno que estuvo ahí sabe la satisfacción que da lograr su cometido”.
Nota madre
Subnotas