“Me hice un fetal test, que es un estudio que se realiza entre las 12 y 14 semanas de embarazo, y el resultado fue desastroso. Muchas patologías que indicaban que el aborto iba a provocarse espontáneamente (no se sabía cuándo) o que el bebé iba a nacer y morir inmediatamente o a las pocas horas o días. Un bajón terrible, para mí y para mi esposo. Decidimos inmediatamente el aborto y me sirvieron de muy poco tantos años de militancia feminista, una ideología y una moral formadas. La atención que recibí de mis médicos fue excelente. Ellos me pasaron el dato del lugar donde hacer el aborto. Fui atendida por un técnico anestesista y una obstétrica, con muchísima idoneidad y humanidad. El apoyo de mi familia fue enorme. Pero... ¡la puta situación de ilegalidad!, que te hace sentir el temor que en cualquier momento caiga la cana y el aborto no pueda hacerse, o que si llega a haber una complicación no te va a atender ni el gato y encima te van a denunciar. Es una sensación de vulnerabilidad total y absoluta. Yo la había leído, me la habían contado otras mujeres, pero sentirla en carne propia fue otra cosa”, me cuenta –digamos– Margarita.
A Margarita esta vez las letras le hicieron agujas sobre su propio cuerpo. Sobre sus propias corazonadas que no se sienten blindadas por conocer la virulencia de la injusticia hacia las mujeres –en lo angosto de las camillas, donde ser mujer todavía hace a la diferencia– sino que le redoblaron la claridad y la furia del desamparo. Margarita explica por qué la intimidad es política. Y por qué cuando la política esquiva esa intimidad –como pasa en la Argentina, donde no se resguarda a las mujeres que necesitan recurrir a un aborto– evade su responsabilidad. Margarita fue empujada a esconderse para interrumpir un embarazo no viable. No se murió como las 74 mujeres que –sólo según las cifras oficiales– fallecieron en 2007 por una intervención que no tiene –cuando es legal– prácticamente efectos colaterales, ni riesgos. Pero la vergonzosa cifra nacional de mortalidad materna –más alta que la de Uruguay, Chile y Costa Rica– no figura en la sequía de la agenda política.
La tele para toda la familia pregunta a la rubia del koala si sabe las tablas de multiplicar y si le gusta chuparla con dulce de leche, hacer el amor en trío y ponerse el disfraz de mucamita para calentar un poco más la pantalla. El sexo no se esconde debajo de ninguna alfombra en un país donde el diario del domingo receta en tapa los beneficios mágicos de un polvo –mejora la circulación, ayuda a dormir y baja el estrés, orgasmo por la noticia– como si vendieran un antioxidante y las librerías escalonan a Santa Rampolla sabiendo que si apuestan al sexo, ganarán.
Pero el sexo no se acaba –no siempre– cuando el placer se alaba al acabar. Hay veces que el látex cruje, que la pasión se desborda, que el sexo no es consentido o que el embarazo no es una dulce espera. No es cosa de mujeres. Los hombres ponen el cuerpo antes que las mujeres lo pongan –o expongan– para terminar con un embarazo no deseado. En la Argentina, el Congreso nacional postergó el tratamiento de los proyectos para regular los abortos no punibles y hace falta que más hospitales atiendan mejor –como escalón primordial para garantizar la vida– a las mujeres que van después de practicarse un aborto en la clandestinidad, y que todas las jóvenes y adultas sepan que tienen derecho a ser bien atendidas.
El sexo es la más democrática de las felicidades. Pero se necesita decisión política –de varones y mujeres– para que no se convierta en la más entrometida –y maldecida– de las inequidades.
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