Viernes, 9 de octubre de 2009 | Hoy
Por Omar Acha *
Al pagar por sexo se adhiere a una reducción del otro cuerpo a la condición de objeto: de un objeto con el que frotarse, o por el cual ser friccionado, hasta lograr alguna forma de disfrute. Sin duda, que esa manera de gozar satisface a mucha gente; de allí la demanda de la prostitución. De ese modo se asume que erotismo y genitalidad son prácticamente sinónimos. La genitalidad tiene como meta la satisfacción, en cambio, el erotismo es un mundo más vasto, más impredecible, y ciertamente, más excitante. El erotismo se arriesga al deseo; se aventura a la indiferencia de la pareja. Si se llega a descubrir de soslayo que la otra persona no disfruta –por ejemplo, si mira la pared–, el propio deseo es aniquilado, porque se convierte en pura frotación. Sólo con la pasión en la mirada amante, con la respiración agitada, con el abrazo febril y el grito irreprimible, es que el erotismo se enlaza con el orgasmo. En el consumo de prostitución se paga por el entusiasmo, por una gestualidad gozosa pero obviamente apócrifa.
La prostitución es una ocupación ligada a la sociedad capitalista (es sencillamente falso que sea “la profesión más vieja del mundo”) y perderá sentido cuando los seres humanos seamos criaturas socialmente deseantes; cuando la asimilación del cuerpo de un otro a la condición de insumo objetivo ya no sea interesante. Es que cuando se impone una dinámica de deseo, la dialéctica de la frotación se desgasta. En nuestra civilización, se prodiga dinero para evadir el deseo (y su peligro, porque el deseo es de temer), para hallar lo que no obtenemos en nuestra propia cama. No pagar por sexo es, para mí, la espera de la entrega voluntaria y amante, recíproca. Es el requerimiento autónomo, la anticipación utópica y apasionante de una existencia más libre que quizá vivamos en una sociedad distinta.
* Escritor y profesor universitario.
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