› Por Diana Maffia
Mirar como feminista a nuestra presidenta me llena de conflictos. Por un lado, es tan obvio el disimulo de la molestia de sindicatos, dirigencia política, dirigencia del campo y hasta de la cultura cuando su presencia pone en evidencia la monocorde testosterona del poder, que me parece hasta estratégico su estallido de colores en vestuario y maquillaje. Por otro lado, que hable el mismo lenguaje de poder que los viejos jerarcas me desespera.
Cuando en la primera conferencia de prensa que ofreció, un periodista señaló que la precedía un halo de perfume, me pregunté cuál sería el olor habitual de las conferencias de prensa presidenciales. Reconozco el retorno de la más dura misoginia cuando se usan hacia ella epítetos degradantes que revelan que para no irritar al patriarcado, una “mujer pública” debería ser una mujer accesible para cualquier hombre, y no una mujer política. Pero también advierto que cuando la Presidenta busca reconocimiento no lo busca en las mujeres, sino precisamente en ese contexto patriarcal: quiere ser una de ellos, quiere mostrar que se puede entrar al club y jugar con tacos altos.
¿Nos alcanza entrar al juego de la política exacerbando la apariencia y simulando la identidad ideológica profunda en la concepción del poder? Yo creo que no. Creo que debemos distinguir lo que esperamos de la política, distinguir muy bien entre una agenda de mujeres, una agenda de género y una agenda feminista.
La diferencia que encuentro es relevante: una agenda de mujeres propondrá políticas públicas dirigidas especialmente a nosotras, dentro de las funciones que la cultura nos reserva. De allí saldrán subsidios para las amas de casa, o planes de familia para que realicemos tareas de cuidado. Una agenda de género se ocupará principalmente de la desigualdad entre varones y mujeres, procurando que el Estado intervenga con políticas públicas transversales y específicas para promover la equidad. Habrá entonces una preocupación por la distribución equitativa de las tareas domésticas o por la igualdad laboral. Una agenda feminista tiene la radicalidad política de reconocer la naturalización de formas de opresión múltiples y cruzadas, que encuentran su soporte material en los cuerpos, y cuya permanencia a través de diversos sistemas políticos denuncia la raíz patriarcal de la democracia (que es sexista, pero también racista, clasista, heterosexista y adultocéntrica).
No estoy diciendo que no sean necesarias políticas focales para mujeres: lo son, y las mujeres que rodean a Cristina y a Alicia Kirchner con manos extendidas de esperanza y gestos de agradecimiento así lo revelan. Estoy diciendo que espero políticas de equidad, en una gestión en que no se ha trabajado ideológicamente en ese marco. Y estoy diciendo que como feminista tengo críticas profundas que ni siquiera entran en el diálogo de este gobierno.
Pero también quiero decir que hay que saber ponerse delante de la Presidenta cuando la atacan con una violencia verbal y soez indigna de su investidura, que hay que saber distinguir en la oposición los gestos que proponen cambios profundos en la política (en los que me incluyo) de los que sólo proponen retornos, y que no hay que aceptar que la condición de mujer de Cristina Fernández nos ponga una mordaza frente a los avances furiosos del patriarcado misógino que es político y no hormonal.
*Dra. en Filosofía y diputada de la ciudad de Buenos Aires.
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