› Por Norma Morandini*
Cuarenta años después de que las feministas en Europa tiraran los corpiños en las plazas publicas en señal de libertad y rebeldía, nosotras las argentinas seguimos victimizándonos como adolescentes. Tal vez porque llegamos tarde a la democracia, vivimos como nuevos fenómenos que en las sociedades más modernas ya fueron institucionalizados como derechos. Por reivindicar a la mujer, somos menos enfáticas a la hora de exigir la equiparación de nuestros derechos. Antes que madres u esposas, ciudadanas de plenos derechos. Una mujer ciudadana es la que apela a sus derechos y se solidariza con las otras mujeres. No son leyes las que nos faltan, ya que la jerarquía constitucional de los Tratados Internacionales dieron a nuestra legislación un gran impulso democratizador. Resta un profundo cambio cultural para que las mujeres dejemos de ser denigradas como personas. Pero igual no me gusta la victimización del género. En relación con las mujeres políticas, vivimos la paradoja de tener una mujer en la Presidencia y una de las mayores representaciones parlamentarias del planeta. Sin embargo, sobrevive entre nosotros el modelo político de mujeres poderosas nacidas de la costilla de un hombre poderoso, sea un padre o un marido. No se me escapa que ya pisan fuerte mujeres autónomas, pero en la política, en general, son los hombres los que nos siguen nombrando para cumplir con la obligación de incluir de cada tres candidatos a una mujer. No quito los méritos personales que se le adjudican a la Presidente, pero vale preguntarse si culturalmente la sociedad argentina está preparada para aceptar en la presidencia a una mujer sin marido. Siempre me llamó la atención que muchos de los que denostan a la Presidente lo hacen por su atuendo, en cuanto los que la aplauden, elogian su elocuencia. Una como otra, puras apariencias. De modo que se sigue midiendo a la mujer con una vara tradicional. Ser para el otro, no para nosotras mismas. O sea, la libertad interior que es la que nos impulsa a SER, sin temor a que nos abandonen, en la vida, en el trabajo o la política si osamos decir NO.
Hoy tenemos la mayor libertad de movimiento que se recuerde en la historia, sin embargo, seguimos esclavizadas a la estética, las dietas. Buscamos más ser miradas, que respetadas u admiradas. Las chicas jóvenes llenan las universidades, pero pueden ser violadas en los baldíos. Las más pobres entran en el circuito del tráfico de mujeres. ¿No existe una vinculación entre la estética revisteril, puras tetas y siliconas, que como modelo televisivo cosifica a las mujeres y facilita que cualquier canalla ofrezca a las pobres chicas de provincia fama o dinero? El tráfico de mujeres, que nos increpa como el drama social más escandaloso del llamado mundo moderno y torna una burla la jactancia histórica de la “revolución silenciosa” de las mujeres. ¿No será que es silenciosa porque el ruido se procesa entre cuatro paredes? De modo que antes que sentirnos víctimas, las que pudimos saltar los estigmas autoritarios, tenemos la obligación de exigir políticas de Estado que conviertan a las mujeres en ciudadanas de pleno derecho. Mujeres con educación, trabajo y libertad para elegir qué quieren hacer con sus vidas. Ni diablas ni santas. Tan solo María ciudadanas.
* Periodista, escritora, senadora por la provincia de Córdoba.
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