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Viernes, 29 de agosto de 2003

Los circuitos del pecado

Ana Amado*

Y o podría recordar algunas cosas que me hacían las monjas de un particular encarnizamiento: en quinto año –me recibí apenas cumplidos los 16– yo curtía la onda Audrey Hepburn, pelo tirado para arriba en una colita, flequillo. Por supuesto, una vez logrado ese look trataba de que me durase. Y un día llegué así, las uñas pintadas, el resabio de la salida del día anterior. Una monja me identificó al entrar con el mismo grito de las mujeres asustadas en las películas de horror: yo era el alien. Me sentaron en la mitad del patio, la bandera por izar, las alumnas formadas. Encomendaron a alguien que me soltara el pelo, y mientras una me lo cepillaba, otra me quitaba el esmalte con Cutex. Ahí estaba yo, sometida a ese acto de humillación frente a la vista de todas. A ese episodio lo disfracé en el recuerdo como un desafío de mi parte, encantada de ser la rebelde, pero en verdad era una escenografía de terror. Es que no podíamos traer signos de coquetería del exterior, nada que fuera contra el recato, contra la modestia. Las marcas mundanas había que dejarlas afuera. Una cosa que yo descubrí entre las Esclavas, que me fascinaba, fue que nunca dejaban de ser el otro total. Yo trataba de descubrir las diferencias entre ellas: estaba aquella a la que le gustaba diferenciarse del resto porque era una dotada, como aquel personaje de Los ángeles del infierno. Si todo entraba en los circuitos del pecado, deducía yo, a ella le correspondía el de la soberbia. Había en el colegio un par de monjas de la más rancia aristocracia cordobesa, y se les notaba en todos los gestos. Yo las miraba desde mi condición de plebeya. Entre las alumnas, se daba esta doble situación: por un lado, aceptar los códigos, las reglas y cumplirlos como tales. Pero al mismo tiempo se cometían todas las transgresiones posibles: en los retiros espirituales en Tucumán, se hacían todos los pasos de la coreografía en el territorio adecuado. Pero éramos todas adolescentes, las hormonas disparadas y el cura que conducía era lo más buen mozo del mundo. En la noche, muchas compañeras se escapaban por la ventana, viajaban a la ciudad, volvían a la madrugada. Yo me quedaba porque era la más chica, fantaseando con el cura sin la menor culpa.”* crítica de cine, investigadora de la UBA

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