Vie 07.02.2014
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› Por Marina Mariasch

Días después de que Allen recibiera un Golden Globe a la trayectoria artística, Dylan Farrow salió del clóset al que la llevó su padre a los siete años. Dylan sigue siendo su hija, la adopción nunca se revocó. Algo la hizo retorcerse esa noche en la cama, un globo inflado por el público y la industria, que brilla pero no es de oro. El colmo del éxito y la fama. Como la de Klaus Kinsky, abusador de Pola, hija de su primer matrimonio, o la de Roman Polansky, abusador de Samantha Geimer, la chica de pecas que el director conoció cuando ella tenía 14 años. Un globo dorado de glamour y negación que lleva a la gloria a pederastas más allá de los delitos cometidos. Dylan, Pola, Samantha y muchas otras chicas abusadas que quizá lo dijeron en su momento con la voz suave de la duda sobre sí mismas y con la voz firme de adultas decididas y enojadas ahora, años después, pero nunca demasiado tarde.

En medio de la viscosidad de las relaciones familiares, el rapto del niño lo seduce con prestigio pero “ensombrece y colorea de angustia lo que promete la fuga”, dicen René Scherer y Guy Hocqenguem (pionero activista gay francés) en el excepcional Album sistemático de la infancia, tal vez uno de los libros que leyó tempranamente y con mayor apertura la capacidad sexual en los niños después de Freud. Pero si “el niño está hecho para ser raptado, de eso no cabe duda. Su pequeñez, su debilidad, su hermosura invitan a ello. Nadie lo duda, empezando por él mismo”, junto a él hay un adulto que conoce los límites de ese rapto al país de las maravillas del amor o a un lugar donde no hay lugar para la metáfora.

¿Cuál es la retórica del género de la denuncia? ¿Qué palabras se eligen para contar lo más atroz por lo que atravesó el cuerpo y quedó ahí, enterrado? Hay detalles que, entre la bruma del pasado y el dolor, no se olvidan. La nariz en la entrepierna. El tren eléctrico. Esa cacería cruel y desigual donde uno, el niño, la niña, siempre pierden.

Bajo esta nueva luz, opaca como las ojeras de Dylan, con el paso de los días y la noticia asentada tras el impacto, se escucharon y se leyeron muchas cosas. Se dijo que mejor no haberlo sabido nunca, que por qué no habló antes. Se dijo que la sociedad es conservadora, que está presta a indignarse, que no es verdad. Se dijo que Mia le lavó el cerebro, que no dejamos de escuchar a Wagner –colaborador del nazismo–, que “not so fast”. Porque Allen no tuvo condena, pero el deporte de culpar a la víctima fue declarado de lesa humanidad.

“No importa si lo que Dylan cuenta en esta carta le pasó o no. La carta cuenta la verdad. Habla de lo que les pasa a muchas personas que fueron abusadas. Coincide con el relato de otras personas abusadas. Entonces, la pregunta de si dice o no la verdad es intrascendente”, explica la licenciada Inés Hercovich, socióloga y autora de El enigma sexual de la violación (Biblos).

También hubo voces que se hicieron eco de la saludable e incipiente ola de denuncias. “La mayoría de las víctimas nunca hablan. Muchas nunca pueden. Son historias que no contamos por diversión, atención o venganza”, dijo Lena Dunham, creadora de la serie Girls. “Vivimos en una sociedad en la que se les cree más a los victimarios que a las víctimas. Ni hablar cuando el victimario es hombre, rico, famoso, y tiene equipos de publicistas trabajando para él”, escribió –entre otras cosas– la icono de moda Tavi Gevinson. Más o menos relevantes, estas figuras públicas ayudan a que la condena social se cumpla.

“Woody Allen es un personaje al que mucha gente ama entrañablemente. Uno vio infinitas películas de él y se identifica mucho con muchas de las cosas que él cuenta. ¿Cómo puede ser que alguien al que muchos admiran sea esta porquería de persona? Nos pone frente a preguntas e interrogantes que no nos queremos hacer. Porque además, si aceptamos que eso es cierto, que en una misma persona convive todo eso, empezamos a desconfiar de todos, de nuestro papá, marido, hijo, mamá. El ser humano se vuelve sospechoso y eso es algo con lo que uno no puede vivir”, explica Hercovich.

Woody Allen no es un monstruo. No es un ser extraordinario. Es un hombre que debería ir preso. Está entre nosotros, lo estaba cuando se casó con su hija Soon Yi, lo está en cada padre que abandona a sus hijxs y tantos lo legitiman mirando para el costado y festejándole los goles o aplaudiéndole el asado. Dylan nos pregunta en su carta cuál es nuestra película favorita de su padre. Es difícil responderle, la que estamos viendo ahora es de terror.

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