› Por Marta Dillon
Es desde ahí que quisiera escribirles, desde esa zona oscura y húmeda entre las piernas, desde ese monte tupido y encrespado por el que hay que abrirse paso, con la reverencia que merece, con el permiso que requiere, con la sed que hace falta. Ya sé que se arrepintieron, ya se que se equivocaron, son jóvenes, o al menos así se llaman y aunque la palabra no denote género los imagino en masculino, felices con la provocación, todavía ahora elaborando argumentos sobre “la capacidad de la mujer de poner freno”. Mujer en singular, mujer sin pelos pero con dientes en la concha y un bonito moño rojo para advertir del peligro. Muchachos, hay ciertas cosas para las que no hay margen de error, al menos no uno tan grosero, que los deje tan expuestos en sus prejuicios y sus temores. Desde mis propios humedales les hablo, desde ese lugar que se contrae y se dilata, que es capaz de parir y ajustarse como un guante en el momento del goce, en la explosión de un orgasmo; ninguna clausura los mantendrá a salvo. Si es por el virus del VIH, que yo vivo con él hace veinte años, alcanza con ponerse un forro, evitar lavarse los dientes si sangran las encías antes del sexo oral y protegerse los dedos sobre todo en días de menstruación. Por lo demás, por lo que podrían descubrir de sí mismos, de sus propios goces, de lo que ni siquiera sabían que querían antes de abismarse con respeto en esa zona húmeda entre las piernas; de esa aventura que sólo se puede afrontar con el cuerpo blando y abierto a lo que puede ser, no hay cómo protegerse. Ni siquiera hay que protegerse, sólo entregarse, abrirse, sí, los ojos, la boca, cada rincón del cuerpo. Y sobre ese mapa hablar de sida, sobre la conciencia de lo que se quiere proteger de verdad preguntarse cómo.
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