Vie 02.01.2004
las12

La insistencia del deseo de un hijo

Por Irene Meler

Durante siglos la maternidad no fue un deseo sino un mandato, y la infertilidad, una maldición. Si bien durante la Modernidad se acotó el número de nacimientos esperados, la opción por no tener hijos constituyó una situación impensable, una imposibilidad dentro del registro imaginario moderno. Es en la posmodernidad cuando surge como una alternativa reconocida de modo creciente que algunas mujeres no deseen tener hijos. Engeneral esta elección se produce en mujeres educadas, que han desplegado un fuerte proceso de individuación. Su proyecto vital se organiza en torno de sus logros educativos y laborales. Su deseo de ser, su afán por ser reconocidas, no deriva de la posibilidad de crear en sus cuerpos otros seres, ni del arte de humanizarlos a través de la crianza. En ellas el nexo ancestral que las mujeres han mantenido con la especie, con lo colectivo, con la continuidad transgeneracional, se ha roto. Como muchos varones, ellas son individuos. Este proceso de individuación constituye un logro histórico. El individuo emerge de la masa, del grupo, del colectivo constituido por el linaje, el clan, la tribu y se discrimina, se autonomiza, pero también se aísla.
Que esta opción se haya hecho posible depende de factores demográficos, tales como la superpoblación del planeta, y de un proceso político que ha promovido que los dos colectivos sexuales, que han constituido al mismo tiempo dos estamentos sociales con desigualdades notorias de poder, transiten el camino hacia la paridad.
La maternidad opcional devuelve dignidad a la práctica de la crianza. El derecho a regular la fertilidad mediante la anticoncepción, y cuando ésta falla, a través de la interrupción de los embarazos no deseados, permite que el acto imprescindible de adoptar a los propios hijos, de aceptarlos e integrarlos a una existencia que no es solamente biológica sino sobre todo psíquica y social, adquiera sentido. Los varones tuvieron siempre la prerrogativa de aceptar, reconocer a un hijo, o rechazarlo, desconocerlo y condenarlo a la ilegitimidad o el abandono. Las mujeres de los sectores desarrollados están accediendo a un poder menos destructivo, que es simplemente, el de negarse a dar vida.
Sin embargo, no es una decisión sencilla, y se presentan conflictos que a veces aparecen cuando la capacidad biológica para la reproducción ya ha caducado. En ocasiones, una mujer madura vuelve sobre sus pasos y adopta un niño, o recurre a las nuevas tecnologías reproductivas para acceder a esa maternidad que antes rechazó. Los motivos son diversos para cada situación. En algunos casos la decisión pasa por el dolor que causa no tener lo que todas tienen, o no ser lo que se supone que se debe ser. Esas son las malas razones, derivadas de la presión de la rivalidad y del sometimiento a la tradición. Pero también hay buenas razones, y ésas derivan del hecho de que, cuando se llega a una meta anhelada, a veces es posible volver, pero nunca se retorna al punto de partida. Solamente quienes han luchado duramente para acceder a la individuación, para sustraerse del yugo de la especie, para elegir su destino, pueden, una vez recorrido ese camino, percibir que la autonomía es en parte ilusoria y que todos estamos interconectados, como puntos de un tejido, como nudos de una red. Pero ésta no es la conciencia de una obrera anónima que da vida y la propaga sin ser en sí misma un sujeto psíquico. Es la opción de un sujeto que es a la vez individual y colectivo, que necesita cobrar la deuda histórica que la humanidad tiene con sus mujeres, acceder a su crecimiento, para reencontrar la solidaridad, el placer en el vínculo, pero desde otro lugar.

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