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Por Diego Bonadeo

Quienes insisten en que lo único que importa es ganar no pueden, a partir de su premisa, pretender articular disquisiciones respecto de merecimientos. Evaluar merecimientos queda para quienes entendemos que, si bien nadie juega “a perder”, lo que importa es respetar lo que se juega, a quienes pagan para ver jugar –en la cancha o por televisión– y también respetarse a sí mismos (los que juegan). Autoestima que le dicen... Quedan solamente las semifinales y la final de la Copa América, y los que llegaron se parecen bastante a los que debieron llegar. Desde el paladar y no desde el resultado.
Los obnubilados por las estadísticas –aquellos que, de tanto emplanillar datos, prefieren la perfección de las sumas y restas aritméticas a la satisfacción de ver que se juega bien o a la desazón de ver que se le pega “fuerte y lejos”– proclaman puntillosos que hasta aquí hubo algo menos de tres goles por partido de promedio. Con la misma lógica, la televisión peruana, seguramente colonizada culturalmente por esbirros de la CNN, no solamente sobreimprime informaciones y estadísticas en inglés –como si Carlos Tevez fuese Michael Jordan y el seleccionado mexicano los Washington Bullshits (o como sea que se llamen)– sino que casi centésimas de segundo después de terminado cada partido decide por el telespectador que the player of the game (el jugador del partido) es alguno que vaya a saber quién eligió, generalmente un goleador o quizás un arquero con el arco invicto.
Pero la atávica estupidez “goles son amores” –que se sepa, “amor” es otra cosa– tuvo su correlato vernáculo en quienes, entre nosotros, se quedaron solamente con Saviola por sus tres goles, pese al gran rendimiento del equipo nacional contra Ecuador, o con Luciano Figueroa por sus dos goles contra Uruguay. El resultadismo en el fútbol es una mezquindad. El cipayismo en la vida, una canallada.