Floyd Mayweather volvió a dictar otra cátedra de lo que el boxeo es como arte y como ciencia. Sabe tanto el arrogante y a veces insoportable campeón mundial de los medianos juniors de la Asociación y el Consejo (ganó nueve títulos en cinco pesos diferentes) que sus rivales quedan reducidos a un tamaño insignificante. Como si fueran mucho menos de lo que verdaderamente son. O como si Money (apodo más que justificable después de haber cobrado una bolsa 42 millones de dólares por una clase de 36 minutos) los pusiera en su exacta dimensión, muy distante de la suya.

En la previa, el invicto mexicano Saúl “Canelo” Alvarez podía complicarlo con su juventud y su vigor. Según la cátedra, era el único que le podía ganar e interrumpir su serie imbatida de 45 triunfos (26 antes del límite). Pero sobre el ring del MGM Grand Hotel de Las Vegas nada de eso sucedió. Mayweather lo paseó por todo su repertorio inspirado y lo batió por puntos en fallo mayoritario, con más amplitud en el cuadrilátero que en las tarjetas de los jurados, una de los cuales –C.J. Ross– tuvo el atrevimiento de dictar un empate en 114 puntos que sólo existió en su afiebrada imaginación.

Mayweather gobernó estratégica y psicológicamente la pelea desde siempre. Con pasos cortos, estuvo cerca de Alvarez para pegarle y lejos como para hacerle errar todos los golpes que le lanzó. Con su izquierda en jab y su derecha viniendo detrás cruzada o en gancho, castigó donde, cuando y como quiso. Y hasta se puso en perdonavidas: dio toda la impresión de que si hubiera apurado, lo hubiera noqueado al pelirrojo mexicano. Es un deleite verlo pelear a Mayweather. Hace de su talento la misma ostentación que hace de su riqueza. Y los dos le sobran a manos llenas.