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Lunes, 18 de febrero de 2002

CONTRATAPA

Tan buenos, y desesperados

Un periodista inglés, que vio el Gales-Argentina del miércoles, ensayó un paralelismo entre el desempeño del equipo nacional y la situación del país. Y no le salió del todo bien...

 Por Pablo Vignone

La semana que se consumió estuvo consignada a desvelos concernientes al Seleccionado. Un equipo laboratorio que logró un empate deslucido ante el 105º del mundo, la Selección de Gales, más ruda que simpática, pero que como bosque de piernas pasó inadvertida frente a los dos o tres árboles que sostuvieron la importancia de este partido. La polémica se centró en los nombres: ¿Hay que darle otra oportunidad a Riquelme? ¿Caniggia se ganó un lugar en el plantel? Ese análisis fue, por supuesto, el que primó: no había más que dos o tres rasgos comunes entre el equipo de Cardiff y el que arrasó en las Eliminatorias.
Pero si en la Argentina se supo hacer la pausa para ver lo que había que ver, y el partido sirvió por unas horas para escaparle al angustiante desasosiego que produce la crisis generalizada del país, en otros puntos funcionó exactamente al revés: la Selección Argentina se leyó como la epidermis resquebrajada de la enfermedad social nacional. “Tan buenos, y aun así desesperados”, opinó Simon Kuper, en el Observer de Londres. Kuper escribió: “La remera argentina azul y blanca es familiar, pero el nombre en su espalda no. ‘Basta’, dicen. ¿Seguro que no dicen ‘Batistuta’? No, ‘basta’ significa enough, la emoción que los protestantes argentinos que la llevan tratan de transmitir. ‘Basta’, les están diciendo a sus políticos, banqueros, el Fondo Monetario Internacional y todos aquellos a los que culpan por haber llevado a la Argentina del Primer al Tercer Mundo”.
Kuper mezcla los cacerolazos y los ollazos, y lo que se destaca es esa llamativa atención por la propiedad de la camiseta de la Selección, que le pertenece tanto a Batistuta o Verón como puntas de lanza de una divisa deportiva, como a los doloridos ahorristas que escrachan bancos en el microcentro o los manifestantes populares que, usando esa camiseta como símbolo de pertenencia, le niegan la argentinidad como solar de bienestar a los que nos mandaron al descenso.
Kuper cita al antropólogo argentino Eduardo Archetti, que dice: “Los manifestantes usan la camiseta de la Selección como símbolo de unidad, así dan a conocer que lo único que ha quedado en Argentina es el equipo nacional de fútbol”. Pero luego afirma él mismo: “La crisis económica convirtió a la Copa del Mundo en algo más importante que lo usual en Argentina. El país necesita ganarla”. Esa es una interesante percepción, pero excesivamente voluntarista. Al hincha le gustaría ganar la Copa del Mundo, que se juega en junio, pero está más atento a lo que pasará esta semana, o en marzo, porque en la Argentina las agendas de largo plazo perdieron su sentido. A menos de cien días de su arranque, el Mundial es, hoy, un puente demasiado lejos, como la película de Attenborough. ¿A cuánto estará el dólar entonces? ¿A cuánto la tasa de inflación?
“Probablemente ningún otro equipo nacional comience la competencia bajo el mismo peso de expectativa –sugiere Kuper–. Argentina es buena, muy buena, ¿pero eso será suficiente? Los jugadores argentinos, casi todos en clubes extranjeros, son sensibles al humor de su hogar. Juan Sebastián Verón, Javier Zanetti, Gabriel Batistuta y Hernán Crespo son hombres políticamente conscientes, y su entrenador, Marcelo Bielsa, proviene de una prominente familia de abogados del ala izquierda en Rosario. Los jugadores dedican regularmente sus victorias a la gente que sufre, y en ocasiones han entrado a la cancha con banderas apoyando causas como el paro docente o a los desempleados.” Si no tuviéramos jugadores en el extranjero, a salvo del incendio de las vísperas, acaso no se podría fundar hoy una candidatura triunfal.
Es refrescante, en todo caso, advertir lo que opina sobre cuestiones caseras un inglés –convertido a esta altura del partido en un extraterrestre como las de Caniggia o Riquelme–: “Caniggia, el jugador de 35 años del Rangers, ganó una convocatoria después de seis años de su último partido para la Selección, y cerca de 12 de su gloriosa Copa del Mundo en Italia. Juan Román Riquelme, el brillante hacedor de juego de Boca Juniors, jugó su primer partido internacional desde julio de 1999. La posición del 10, por la cual Riquelme compite, es la última que los fans argentinos quieren ver asegurada”. Para Kuper, “una troupe de brillantes ‘enanitos’ pugnan por la posición, los notables Pablo Aimar, Javier Saviola y Marcelo Gallardo”. El periodista británico llama a Ariel Ortega The Little Donkey, la traducción más simpáticamente correcta que puede tener el apelativo El Burrito en el idioma de Shakespeare, para ponerlo un escalón por encima de los “enanitos” y elogia a Juan Sebastián Verón, aunque advierte que “su baja forma para el Manchester United haya sido notada por la creciente legión de hinchas argentinos del United”. Y se reserva una última humorada para el resistido Nelson Vivas, del que, dice, “se ha convertido en los hermanos Neville del fútbol argentino, acusado de falta de habilidad y carisma”.
Kuper vuelve a citar a Archetti para afirmar que si la Argentina gana la Copa del Mundo, las celebraciones callejeras “se transformarán en demostraciones políticas contra el Gobierno. Esto está garantizado”. Ingenuo el inglés, su buena voluntad sajona no podría entender jamás que, hoy, cualquier desplante en el humor se transforma en una demostración colectiva contraria. Y eso sucederá tanto si la Argentina gana la Copa del Mundo como si queda eliminada. Y eso sucederá tanto si para entonces el gobierno es este de Duhalde o no.
“¿Qué pasa si, de hecho, quedan eliminados del Grupo de la Muerte en primera ronda? –se pregunta Kuper–. Los jugadores ingleses deberían pensar lo mismo, tal vez por ellos mismos o por los penales, o arrasados por una turba de enanitos lanzados en velocidad desde la mitad de la cancha. Los argentinos lo han sufrido y suficiente, antes de ahora.” Hemos sufrido, y lo seguiremos padeciendo. En la cancha, en las calles, en la agobiante discusión cotidiana que nos atenaza buscando comprender por qué, siendo tan buenos, estamos tan desesperados.

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