libros

Domingo, 4 de abril de 2004

No crecerás

Por Juan Villoro

Tal como los conocemos, los niños se inventaron en el siglo XVIII. Antes eran aprendices de adultos, hooligans para domesticar. Jean-Jacques Rousseau, profeta de la bondad innata del cachorro humano, propuso proteger al niño de las perniciosas influencias de la sociedad. Por una insólita ocasión, Voltaire estuvo de acuerdo con él: “El hombre no ha nacido malo; se vuelve malo de la misma manera en que se enferma”. La cruzada de Rousseau es la cruzada en favor de una inocencia anterior a la cultura. A los doce años, el hombre “ha alcanzado la madurez de la infancia, ha vivido la vida de un niño, no ha comprado su perfección a costa de su felicidad”. Después, todo será declive y lluvia y pérdida. El “hombre natural” se transformará en atribulado ciudadano.
¿Cómo recuperar la virtuosa isla perdida? Los animales, indiferentes al devenir, brindaron los modelos de Mowgli y Tarzán para saltar por las ramas de un tiempo suspendido; Alicia se intoxicó para aumentar o disminuir de estatura; Pinocho asumió la eternidad pueril de la madera encantada. Pero fue J. M. Barrie quien extremó al máximo las creencias de Rousseau. Convencido de que la vida real sucede antes de los doce años, escribió la primera frase de Peter Pan: “Todos los niños, menos uno, crecen”. Jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán, explora el mundo de Barrie en la Inglaterra victoriana y lo contrasta con el de su imaginario discípulo, Peter Hook, autor inglés de cuentos para niños, hijo de un aristocrático rocker del Swinging London. Desmesurado, kitsch, fascinante, Barrie vive en estado de permanente inmadurez; aprende a mover las orejas para cautivar a los niños en los parques y se sirve de los siete turnos del correo londinense para cartearse sin freno ni recato con sus padres. Enamorado del amor que se profesan Arthur y Sylvia Llewelyn Davies, sobrelleva un gris matrimonio sin hijos (y acaso sin sexo) a cambio de transfigurarse en “el tío Barrie” que protege y manipula a los cinco niños Llewelyn Davies. Después de la muerte de los padres, y gracias a la falsificación de un testamento, el dramaturgo adopta a los huérfanos, que a esas alturas ya son sus personajes y se encaminan a trágicos destinos. Según su propia metáfora, Barrie frotó a los niños contra su imaginación para que surgiera la chispa de Peter Pan, que los eclipsaría a todos ellos.
Jardines de Kensington compara los empeños de Barrie con la Era de Acuario, la época en que la juventud pasó de categoría biológica a categoría histórica y ensayó la versión psicodélica del “no crecerás”. El caudal de asociaciones va de Dickens al Show de Porky, pasando por la biografía de The Kinks. El “ahora me ves, ahora no me ves” con el que Joseph Heller se refiere a los pilotos en peligro de extinción le sirve al siempre intertextual Fresán para describir un trepidante ciclo de deterioro y evolución: el niño será adulto, cadáver y fantasma, es decir, otra vez niño. La vida se acaba, pero regresa en los pantanos del sueño y la profunda superficie del texto.
Jardines de Kensington transcurre durante una noche en que el escritor Peter Hook narra su última, oscura fábula, ante un niño secuestrado. Su protagonista, depositario de una dualidad de magia y pesadilla, se llama Jim Yang. Si Barrie paladea el imposible sabor de la eternidad en sus juegos infantiles, Hook busca la apropiación criminal de la infancia y accede a una variante clínica de Neverland, el estado de coma.
Lúdica, excesiva, ruidosa, Jardines de Kensington es el territorio donde un aforismo persigue a un epigrama que persigue a una greguería, el cuarto donde un niño muestra todas sus estampas y todos sus juguetes, sin importar que algunos estén rotos (son esos los que tienen mejores historias). El lector infantil suele ser indiferente a la noción de autoría; lee la aventura como si se generara a sí misma ante sus ojos. Jardines de Kensington es la zona de excepción (la madura infancia) donde la fantasía de Barrie es tan significativa como la vida que la originó. Con pulso hipnótico y creativa lealtad, Fresán persigue a su fantasma.
Sin el menor victimismo, Fresán ha escrito de su niñez argentina, cuando fue secuestrado por la Triple A. Sus captores trataron de congraciarse con él hablando de fútbol. Resultado: en su documentado Londres de los años sesenta no existe la final de Wembley y la infancia es para él un espacio al que se vuelve por méritos literarios. Noticia de un secuestro –Peter Hook tensa la cuerda del niño que lo escucha–, Jardines de Kensington se lee como un acto liberador. Un pasaje poderoso de un libro poderoso: “Barrie se pregunta cuál es la velocidad de un libro: ¿la velocidad que desarrolló el autor al escribirlo o la velocidad que alcanzan los lectores al leerlo? Es más: ¿se detiene un libro cuando lo deja a un lado o son los libros máquinas de movimiento perpetuo que funcionan sin necesidad de los lectores? Los libros como motores mágicos que no dejan de impulsar a sus héroes y villanos hacia nuevas orillas y palacios y es por eso que no conviene interrumpir su lectura, piensa Barrie: uno se pierde tantas cosas cuando cierra un libro”. Jardines de Kensington es un motor a tope, al borde del estallido, que revela, sí, la inaudita velocidad de las cosas.

Children’s corner

por Alan Pauls

Como todo libro de escritor-coleccionista, Jardines de Kensington es la historia de muchas vidas, pero sobre todo de dos: la vida del polígrafo victoriano James Matthew Barrie, enano célibe, idólatra de niños y legendario inventor del ícono infantil Peter Pan; la vida de Peter Hook, hijo desquiciado del swinging London, discípulo lisérgico de Barrie, inventor de Jim Yang –un Peter Pan post Einstein que viaja por el tiempo montado en su cronocicleta– y, en sus ratos de ocio, exitoso asesino en serie de párvulos.
¿Vidas de santos? No precisamente. ¿Vidas paralelas? Ojalá. Sería el caso si Jardines de Kensington se limitara a contrastar o empardar dos épocas, la era victoriana y los años ‘60 –probablemente los dos bloques de espacio-tiempo más culturalmente saturados de la anglofilia moderna–, y si Barrie y Peter Hook fueran meras almas siamesas separadas por 50 inoportunos años de historia. Pero en el libro es Hook –consumando el prodigio fáustico que hostiga a toda la novela: “hacer que toda la Historia quepa en un día”– el que cuenta la vida de Barrie –aunque no en un día sino en una sola noche–, pequeño detalle que abre entre él y Barrie un abanico jugoso y plural de posibilidades. Hook no es sólo el biógrafo de Barrie; es también su víctima, su rémora, su sucesor, su rival, su encarnación mejorada y hasta su maestro: alguien capaz de reescribir el prodigioso legado de imaginación que recibió en una elegante secuencia de actos siniestros. Es el gran talento alquímico del freak, que no aparece por primera vez en la obra de Fresán y seguramente tampoco por última: malinterpretar la ficción –o interpretarla quizá demasiado a la letra– y confundirla con el manual de instrucciones de una serie de conductas ligeramente heterodoxas. En este caso, dado el placer por derramar sangre precoz que cultiva Hook: convertir el capital estético de Barrie en una estética de la pena capital.
Pero la vida de Barrie (que es la vida de una época, de una literatura, de una ciudad) sirve además para algo muy específico: es la música narrativa con la que Hook –cuyos talentos deben tanto a Sherezade como a Hannibal Lecter– se las ingenia para mantener en vela a Keiko Kei, la última víctima de su frondoso prontuario criminal: el niño estrella que un gran estudio de Hollywood acaba de contratar para hacer el papel de Jim Yang en la primera versión cinematográfica de sus aventuras. Del relato, pues, como una de las Bellas Artes fúnebres: en boca de Hook, que es el narrador de Jardines de Kensington, la biografía de Barrie termina transformándose en otro cuento infantil, el último, el que aleja y a la vez entrega a su pequeño destinatario a la muerte, el que lo mantiene con vida –mientras haya relato habrá esperanza– y el que lo maquilla, al mismo tiempo, para que muera como debe morir: bello.
Fresán, que no suele hacer oídos sordos a las tentaciones, no ha evitado pocas en Jardines de Kensington. Eludió, por lo pronto, desplegar las múltiples posibilidades “perversas” que acechaban en los materiales de su novela: el abanico de entrelíneas fáciles y babosas –abuso, corrupción de menores, paidofilia, seducción polimorfa, etc.– que parecían reclamarle esas relaciones peligrosas animadas por escritores adultos que se niegan a crecer y por niños de bucles encantadores que los fascinan, los hechizan, los inspiran. La devoción ciega que el contrahecho de J. M. Barrie -casado, sin hijos y sin la menor aspiración a tenerlos, al menos por las vías reproductivas aconsejadas por la ortodoxia– profesa por los dulcísimos hermanitos Llewellyn Davies podría por sí sola haber justificado páginas y páginas de suspicacia depravada, la misma, para no ir muy lejos, que mereció a menudo la compulsión fotográfica de Lewis Caroll por Alice Lidell (dos contemporáneos ilustres de Barrie), o una elegía lúbrica afín a la que Dolores Haze y Humbert Humbert le arrancan a Nabokov a fines de los años ‘50. Impasible, Fresán ignora uno por uno todos esos pies que le tienden las hermenéuticas sexuales y se protege de Freud usando a modo de paraguas las dos épocas que se propone extenuar en este libro enciclopédico y vertiginoso: la Reina Victoria le sirve para no poder prever a Freud; el pop de los sixties ingleses, para no recordarlo. De Freud, en todo caso, sólo podría interesarle una faceta: la del exaltador desenfrenado (y asexual) de la infancia. Sólo que el His majesty the baby con que el cocainómano vienés solía graficar la soberana voluntad de poder del niño, aquí, en la novela de Fresán, también describe, y de manera igualmente ejemplar, la omnipotencia de la única subjetividad que Jardines de Kensington (y buena parte de la obra de Fresán) parece tener entre ojos: la subjetividad del escritor. His majesty the writer.
No es difícil ver qué hermana, en el mundo Fresán, al freak, al escritor y al niño, o –en otras palabras– en qué sentido se puede decir que todo escritor fresaniano es siempre un freak y un niño. Es gente básicamente absorta, monotemática, proclive a cierta impunidad, signada por toda clase de taras, que sin embargo, movida por una especie de obstinación inagotable, nunca deja de perseverar en su ser. El escritor, como el niño y el freak, nunca cambian. De ahí el papel privilegiado, casi paradigmático, que Jardines de Kensington asigna a los cuentos infantiles y a sus héroes, responsables de llevar ese principio de inmutabilidad hasta las últimas consecuencias. Si la literatura infantil es aquí menos un accidente temático que un modelo, la maqueta que permite pensar el todo, es porque ninguna otra parece encarnar mejor, más didácticamente, una idea –un valor– en los que la literatura de Fresán insiste últimamente cada vez más: la idea de lo clásico. “Hay quienes afirman -dice Barrie– que somos personas diferentes según los varios períodos de nuestras existencia; que vamos cambiando no por esfuerzo de nuestra voluntad, lo que sería una empresa de valientes, sino, una vez cada diez años o algo así, debido al simple transcurrir de la naturaleza. Supongo que esta teoría bien puede explicar mis problemas de estos días, pero no me convence; yo creo que uno siempre es la misma inalterada persona desde el principio al fin, alguien que se pasea por estos lapsos temporales, entrando y saliendo de ellos, como si fueran diferentes recintos de una misma casa. De este modo, si volvemos a airear las habitaciones del pasado, podremos encontrar allí a aquel que fuimos tan ocupado en la tarea de comenzar a ser los que acabamos siendo ustedes o yo.” Las dos vidas que protagonizan Jardines de Kensington –la de Barrie, la de Peter Hook– corroboran escrupulosamente ese ideal de inalterabilidad –el mismo, por otra parte, que satisfacen (o postulan) Peter Pan, Pinocho o, por definición, cualquier personaje “inmortal” de la literatura infantil–. Porque no cambian, Barrie y Hook sobreviven, lo que no es poca cosa en una novela como Jardines de Kensington, tan plagada de naufragios, cadáveres y fantasmas. El clásico según-Fresán-según-Barrie es saludable, sí, pero un poco monstruoso, porque es ese “espíritu joven” que “continúa siendo joven dentro de su cuerpo que envejece”; es esa literatura –Proust, nada menos- que Hook imaginó barriendo intactas las pantallas biodegradables de la televisión (“Un canal de televisión que desprecia la idea de la televisión. No Television. Sintonizar NTV con el control remoto, bailando el vals del zapping, equivalía a encontrarse con una pantalla en blanco por la que desfilaban –letra a letra, palabra a palabra, oración a oración, de principio a fin– los cuentos y novelas más queridos de la historia de la literatura”); y es “A Day in a Life”, la canción de los Beatles que Fresán relee en clave Goethe (“¡Tiempo, detente!”) y que usa aquí, allí y en todas partes como arma y antídoto contra ese mundo que lo engendró, que conoce mejor que nadie y que libro a libro, como Barrie y Hook con sus propios muertos, no puede parar de vampirizar: la pesadilla del pop y su invención “terrible: la muerte precoz de lo original, lavelocidad de la moda, la concepción efímera de las tendencias, la cultura del relámpago”.

JARDINES DE KENSINGTON

POR RODRIGO FRESAN

¿Qué es lo que se ve en un telón? ¿El polvo de todas las obras que allí se representaron? ¿El eco de monólogos de los actores y de las toses de los espectadores? ¿El crujido de la madera noble bajo las botas? ¿El telón como la membrana permeable que nos advierte que las cosas de ese lado no son iguales a las de éste por más que se parezcan tanto?
Mi sueño imposible y mi deseo irrealizable siempre ha sido una vida transcurriendo en el punto exacto –esa línea ondulada por los pliegues del terciopelo– que separa a lo que se recita de lo que se dice, a lo que se vive de lo que se actúa.
Tal vez por eso, Keiko Kai, en esta última noche y en este último acto, reclamó para mí la oportunidad única de ser el telón entre la vida de mis padres y la historia de Barrie. O entre la vida de Barrie y la historia de mis padres, es lo mismo. Espero ser un buen telón. Un telón que, cuando todos han dejado el teatro, permanece apenas iluminado por esa venerable y poética tradición de la ghost-lamp: esa lámpara que un operario enciende al final de cada función y deja encendida toda la noche en el centro mismo del escenario para así espantar a los fantasmas de actores muertos y de personajes vivos. Y, quién sabe, tal vez salte una chispa sobre mí –los teatros son sitios tan inflamables y se queman tan rápido– y me haga arder y, conmigo, arda todo mi mundo hasta quedar nada más que las cenizas de todo aquello que alguna vez fui y que ya nunca volveré a ser.
Fui a ver por primera vez Peter Pan una fría Navidad de 1966. Nieve y sonido de cascabeles. Nos lleva Marcus Merlin. A mí y a Baco. Mi padre se niega a venir.
“Demasiado psicodélica para mi gusto. No entiendo a esos niños. Viviendo sus infancias en el momento más feliz del Imperio y de esta ciudad prefieren irse a otra parte, a una isla con... indios”, dice mi padre.
Lo que Marcus Merlin nos lleva a ver es un revival del film de dibujos animados de Walt Disney. El Peter Pan de Disney comete el más mortal de los pecados, la blasfemia más imperdonable: al final se nos revela que todo lo sucedido –Peter Pan incluido– no ha sido más que un sueño de Wendy. Y están esas horribles canciones y la irritante voz de Peter Pan cortesía de Bobby Driscoll –child-star de los Disney Studios–, quien terminaría, como tantos otros niños más o menos prodigiosos, adicto a las drogas y muerto por una sobredosis. No temas, Keiko Kai: tu final será muy distinto y más glorioso y más rápido.
La película de Disney no tiene, claro, la magia del teatro; pero aun así soy contaminado por la historia, por el mito. Ya lo estaba: ya había leído el libro. Pero la película fortalece al virus y lo vuelve más incurable todavía.
En cualquier caso, colores brillantes y una buena historia y –tengo que admitirlo– la Tinker Bell más sexy que jamás haya existido y probablemente jamás exista: para los dibujantes de los Disney Studios, Tinker Bell es casi una corista de Las Vegas o una camarera del Playboy Club.
Salgo de allí y vuelvo a leer el libro que encontré aquella mañana en los jardines de Neverland. Y empiezo a averiguar todo lo que puedo sobre Barrie y Peter Pan.
A Baco la película le divierte, pero no le apasiona como a mí. Es muy pequeño. Todavía está en esa edad en que nada está a la altura ni puede competir con la potencia recién estrenada de su imaginación: la lógica de un niño puede estar demasiado cerca de la fantasía, pero sus sueños son, siempre, perturbadoramente reales.
A mí, en cambio, me gusta soñar que yo soy uno de los privilegiados que asisten al estreno de Peter Pan en el Duke of York’s Theatre. Una obra de teatro soñada por el más adulto de los niños. Sí: algo perturbadoramentereal. Lo mejor de ambos mundos: la imaginación de una criatura y los recursos de una persona mayor. Me gusta imaginarme allí y no es casual que en ninguna de sus aventuras haya llevado a Jim Yang a ese momento dorado. ¿Por qué él y no yo? No me parece justo que mis fantasías más deseadas -y, por lo tanto, más verdaderas– le sean concedidas, finalmente, a mi personaje. Y que sea él y no yo quien disfrute de esa posibilidad de estar en todas partes y a cualquier hora.
Jim Yang no va.
Voy yo.
Yo voy y yo soy un óvulo recién fecundado en el útero de Sylvia Llewelyn Davies. Soy la fisión secreta del amor. Soy la reacción anatómica y la radiación física de algo que hasta ayer era apenas un espermatozoide –un espermatozoide impar y zurdo– de Arthur Llewelyn Davies. Soy un hijo –o, como tanto le gustaría a Arthur, una hija– que vivirá adentro de Sylvia apenas lo suficiente como para asistir a la noche del estreno y después desaparecerá sin que nadie, ni siquiera Sylvia, se haya percatado de su presencia. Desapareceré con la siguiente menstruación –la flor roja de una sola noche, el más perdido de los lost boys–, nadando por las alcantarillas de Londres que desembocan en el río, y de allí al mar y después al océano.
La versión de Peter Pan en tres actos que sube a escena el 27 de diciembre de 1904 a las ocho y media de la noche es más corta de lo que se supone debe ser. Faltan dos o tres escenas que deberían estar y faltan algunas otras que no hubo tiempo de escribir o que a Barrie se le siguen ocurriendo y anota en servilletas, en los márgenes de libros, en la pared empapelada de algún baño en la casa de algún amigo. Pero el público –que no deja de lanzar ¡oh! y ¡ah! desde que se abre el telón– no lo nota, no lo sabe. Son adultos súbitamente regresados a las profundidades de su infancia. Son felices.
Cosas fuera de lo común suceden desde el comienzo: una pequeña doncella sale a escena para darle indicaciones a la orquesta, niños que entran y salen volando por la ventana de una casa en Londres para llegar a una casa en un árbol de un lugar extraño llamado Neverland donde los actores bailan con indios, combaten con piratas, descienden a las profundidades de la tierra...
Pero, por encima de todas las maravillas, lo más trascendente tiene lugar en la tercera escena del Segundo Acto. Allí, Tinker Bell bebe el veneno destinado a Peter Pan para salvarlo y agoniza. Entonces Peter Pan avanza hacia los bordes del escenario y se dirige al público con la misma intensidad de un héroe de drama isabelino:
¡Su luz se va apagando, y si desaparece del todo eso significará que ella ha muerto! Su voz es tan débil que apenas puedo comprender lo que me dice... Ella dice... ¡Ella me dice que piensa que podrá curarse si los niños creyeran en las hadas! ¿Creen ustedes en las hadas? Digan rápido que sí, que creen en ellas. Si ustedes creen en las hadas, ¡aplaudan! No permitan que Tink muera.
El teatro está en el más perfecto de los silencios. Barrie se había puesto de acuerdo con los músicos en que, en caso de que el público no reaccionara, serían ellos quienes deberían aplaudir para salvar la situación. No hace falta: un estruendo de manos se eleva desde las plateas y bajó desde los palcos. ¿Ha inventado Barrie el concepto teatral de la audience participation? ¿Aquello que a partir de entonces marcará a toda obra infantil cuando –para terror de padres y niños– los actores transgredirán los límites naturales del escenario para atormentar a los que están sentados y, de golpe, sienten la irrefrenable necesidad de ponerse de pie y salir corriendo?
Nada de eso ocurre aquella noche en el Duke of York’s Theatre. La actriz Nina Boucicault no puede evitar las lágrimas. Todos creen en las hadas yella también, porque, ¿hay alguien tan idiota como para no creer en las hadas? Algunos hombres se abrazan, algunas mujeres lloran, algunos críticos de teatro agitan sus programas y sus notas como si se tratara de festejar una gran victoria en el campo de la más feliz de las batallas. Me gusta pensar que entonces alguien se desmaya, que alguien recupera la razón, que alguien encanece por completo en cuestión de segundos, que alguien se convierte a una religión extraña y que alguien –al final del próximo funeral de su familia, luego del riguroso minuto de silencio– se inspira al recordar este momento y estrena esa costumbre de aplaudir al ataúd que se aleja: aplaudir por las dudas, aplaudir porque tal vez de la fricción de las manos salte la chispa que provoque el incendio del milagro y la resurrección de los muertos.
Todo el teatro está de pie, los aplausos se prolongan por varios minutos, Barrie sonríe –Barrie sigue sonriendo– y, en el escenario, Peter Pan exclama:
¡Oh, gracias, gracias, gracias!

 

 

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