Dom 04.04.2004
libros

Escritura automática

LOCUS SOLUS
Raymond Roussel

trad. Marcelo Cohen
Interzona
Buenos Aires, 2004
270 págs.

Por Walter Cassara

Si bien es cierto que las desventuras y los trastornos megalómanos abundan en la historia de la literatura, hay pocos casos como el de Raymond Roussel (1877-1933), estudiado por la psiquiatría y también documentado prima facie por el propio escritor. Como es sabido, dos años antes de su misteriosa muerte ocurrida en un lujoso hotel de Sicilia, Roussel redactó un opúsculo autobiográfico (Cómo escribí algunos de mis libros) donde declara literalmente que su “genialidad” se le apareció a la edad de veinte años, al parecer bajo la efigie sobresaltada de Víctor Hugo, que le estuvo dictando día y noche, sin respiro, los más de cinco mil alejandrinos que componen una de sus primeras obras, La doublure, libro extraño y complicado que sólo cosechó en su tiempo –como todo lo que escribiera este inescrutable y sufrido millonario francés– el desdén de unos pocos lectores y que rápidamente cayó en el olvido, precipitando a su creador en una crisis nerviosa de la que sólo pudo reponerse, unos cuantos años después, mediante otra revelación fulminante: un conjunto de reglas o instrucciones algo esotéricas con las cuales escribió sus dos obras maestras: Locus solus e Impresiones de Africa.
Dichas reglas, que se asientan en combinaciones aleatorias de frases y palabras equivalentes cuyo significado se bifurca, son el punto de partida para un pormenorizado y brillante estudio que Michel Foucault dedica a la obra de Roussel, pero a la hora de explicar cómo se pone en marcha esa prodigiosa y perfecta maquinaria narrativa que es cada página de Locus solus resultan completamente inverosímiles o insuficientes. Así como la “locura” de Roussel no explica en absoluto cómo escribió uno de los mejores ciclos narrativos del pasado siglo, el famoso “procedimiento” se ve constantemente desbordado por las criaturas, los eventos, las máquinas y los relatos que surgen a borbotones de su prolífica imaginación y que no pueden reducirse (aunque lo sean) a meras fantasmagorías o simulacros del lenguaje.
Más que una novela, en el sentido convencional del género, Locus solus es –entre otras muchas cosas– un increíble y aberrante artefacto de la mirada, con todos los trucos y efectos de óptica (taumatropo, linterna mágica, cámara oscura, espejos deformantes, prismáticos, lentes convexas, cóncavas, bifocales, etc.) reinventados meticulosamente desde un lenguaje que es preciso e impersonal hasta el delirio. Todo lo imposible, lo indescriptible, tiene lugar aquí y se presenta bajo la forma del espectáculo puro, sin pausa. Un diamante gigantesco dentro del cual canta una ondina que es en realidad un gato... ¡lampiño!; un enano embutido en un cubo que se flagela con un cuchillo delante de tres testigos impasibles; largos relatos de muertes y resurrecciones perfectamente engarzados en una lógica que es familiar a la poesía y a los cuentos de hadas o las leyendas del folklore bretón; extraños bajorrelieves que se animan de pronto para un ballet o un recitativo que a su vez se transforman en complicados cachivaches cinéticos descritos por un ingeniero industrial en una sesión de hipnosis o en estado de coma cuatro... En fin, precisar las escenas de Roussel resulta tan difícil como tratar de dividir la forma del contenido. Al lector sólo le queda contemplarlas y maravillarse con ellas. Jean Cocteau, Michel Leiris, Gide, Apollinaire y Duchamp, desde distintos puntos de vista, atestiguaron para generaciones futuras la genialidad de Raymond Roussel. Y no se equivocaron. En la vasta clausura de su lenguaje, en la precisa apatía y la distancia de su prosa, este devoto de Julio Verne y Pierre Loti –dos paradigmas de escritura absolutamente antagónicos que se funden en uno solo y hablan el mismo lenguaje en la narrativa de Roussel– acompaña, abona el terreno y de algún modo inutiliza cada uno de los fenómenos de vanguardia que marcaron el siglo XX; desde el dadaismo y el surrealismo, pasando por el Oulipo y el Nouveau Roman, hasta llegar a la era de la electrónica y los conatos –por ahora no más que eso– de un arte “virtual”.

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