Domingo, 6 de junio de 2004 | Hoy
TERRITORIOS
Tres testimonios sobre los confinados en las cárceles argentinas (más exactamente en las cárceles de Tierra del Fuego), el de un socialista, el de un anarco y el de un radical, le sirven a David Viñas para interrogar la constante incomodidad de las elites ante las víctimas de esas cárceles creadas por ellas mismas.
Por David Viñas
“Marcelino Monteiro, marinero, condenado a diez años de presidio, es lo que puede llamarse una bestia humana. Dominado por un vicio contra natura, mató a un compañero que dormía por considerarlo rival en la amistad inconfesable con otro hombre.”
Roberto J. Payró, La Australia argentina, 1898
París realmente era el polo antagónico de Tierra
del Fuego: a la “ciudad luz” peregrinaban los gentlemen escritores
predispuestos a regatear una insigne edición de Garnier Hermanos y algún
prólogo de Victor Hugo o Barrès, ciertas reseñas displicentes
más o menos almidonadas, agasajos mediante contraprestaciones en Maxim’s
o en cierto bistró presuntamente bohemio. Champán o ajenjo según
viniera la mano, y si el francés invitado ostentaba el botón legionario
o una nariz de curdela. La gloria todavía usufructuaba una reputación
tan venerable que tenía de su parte un domicilio legalizado. Y no es
que París fuese el Cielo y Ushuaia la Tierra. La Tierra era el destino
de la clase media; y la localidad más austral del planeta, un genuino
infierno de hielo.
Las grandes cárceles de América latina –desplegando el ángulo
de toma-, especializadas en presos políticos o “contumaces”,
dibujan un itinerario que si en México arranca con San Juan de Ulúa,
se iba dilatando hacia la isla del Diablo en la Guyana francesa, hasta enhebrar
a la brasileña Fernando de Noronha, a las increíbles islas de
Más afuera en Chile, al Frontón peruano, y fondear en La Rotunda
mandada construir por Juan Vicente Gómez. Ushuaia, paradigmática
si generalizamos, en este repertorio aparecía colgada del filo continental.
Se trata de un circuito donde recalaban los confinados antitéticos de
la gentry turística. Centro y confines; la Roma art nouveau y “donde
el diablo perdió el poncho”. Y ya se sabe de memoria: salitre anexado,
vacas bermejas, cacao, petróleo, café paulista o guano, no sólo
condicionaron mediatamente el carnaval y las favelas como fachada y contrafrentes,
sino que corroboraban aquellas dos insignias urbanas con sus respectivos habitantes:
las conciencias disfrutantes y las sentenciadas; entre nous y los demás:
penados, outsiders, olvidados o desaparecidos del mapa. El “confín”
ya no significaba frontera, sino agonía o epitafio. Linajes abundantes,
por lo tanto, o alias, grillos y prontuarios. Dobles apellidos fraguados y genealogías,
pelados de birrete con números y segmentos. Una dialéctica, en
lo concreto y cotidiano, sin demasiadas grietas. Pasándole la mano por
el lomo: un universo duplicado y maniqueo; en un tope saboreando el ocio del
alarde; en el otro, padeciendo un tiempo indeterminado. Y al fin de cuentas,
una guerra civil cristalizada.
Socialista y aplicado hombre de La Nación, Roberto Jota Payró
publica en el folletín del diario mitrista una serie de artículos
que, compilados en libro, entran a la calle bajo el título de La Australia
argentina. El rótulo, ovino y austral, alude a un modelo eficiente para
la Patagonia de fines del siglo XIX. Y servicialmente “patriótico”
de acuerdo al momento conflictivo con Chile y según el prólogo
paternal de Mitre, alude a “la toma de posesión” de un “territorio
casi ignorado” y “casi mudo”. Voz, política, estrategias
y cartografía. La literatura argentina durante el segundo Roca resultaba
así amenamente escrupulosa y al servicio del proyecto mayor de la élite
liberal en su apogeo.
Payró, en realidad, es un pionero: además de prolongar la saga
viajera que va de Mansilla a Lista y al Perito, no escribe aún sobre
el penal de Ushuaia fundado recién en 1902 (según mi reciente
erudición), sino que comenta el presidio militar de San Juan situado
en la isla de los Estados. Negando, desde el comienzo, al sostener una ambigua
mirada oficial, toda posibilidad de huida: “¡Imposible!”,
anota tranquilizadoramente, “comer ratas” es la única alternativa.
Semejante dieta apenas se podría superar,de acuerdo a su criterio, si
el obstinado fugitivo resultase un cazador muy diestro, además de tener
de su parte “una constitución a prueba de bomba para soportar a
la intemperie las inclemencias del clima”.
Payró se va constituyendo, al avanzar entre las “nieves eternas”,
en meteorólogo, censista y programador. Y, previsible, en celador (inflexión
correlativa de quien adopta la óptica canonizada): “Un solo barco
de vapor”, consigna, “bastaría para vigilar eficazmente a
los presidiarios siempre que formasen un solo núcleo, y no les fuera
posible ocultarse sin que se notara su falta”. Toda una jurisprudencia
argentina avalaba esos escrúpulos: a lo largo de los fortines militares,
en las antiguas reducciones, en los códigos rurales. Con matices y períodos.
En materia de nubarrones, tormentas, granizos y temporales, Payró resulta
prolijo y hasta enérgico. “Cincuenta” pobladores forzosos
de la isla, “diez y ocho homicidas”, “presos seis que tienen
mujeres”, cuando el autor del Laucha opta por las estadísticas.
En la Australia no abundan pícaros ni simpatías; las marcas del
medio en que Payró publica aluden al director y al público matutino:
“especie de degenerados”, “corrupción realmente abyecta”.
Las apelaciones al trabajo forzado se crispan en el envés lombrosiano.
Y “construcción de caminos” o “corte de leña
en el bosque” se trocarían en el conjuro programático de
“la mirada aviesa y torva” del “criminal más perverso
de todos aquellos presidiarios”.
Hacia 1911, ya es Ushuaia: en este segundo momento, se escucha la palabra de
un anarquista “mandado” por el gobierno de Figueroa Alcorta. La
élite liberal argentina se va deslizando desde su apogeo hacia posiciones
defensivas; los ademanes victorianos son reemplazados por la entonación
decadente del estilo final de dinastía de los eduardianos: Quintana y
Roque Sáenz Peña, “príncipes” demorados, porteños
crepuscularmente refinados, mueren en la presidencia. Es la etapa en que La
Protesta se convierte en diario y la FORA libertaria encabeza las grandes huelgas.
En ese marco se incluye Rodolfo González Pacheco. Por su formación
es, a la vez, almafuertista y rubendariano, “izquierda” del modernismo,
tangencial al amotinado Lugones de La Montaña y al Alberto Ghiraldo de
la primera Martín Fierro: multitudes, Radowitzky titán, pendones
desplegados, Malatesta, esdrújulas y Barcelona. Y ya en los ‘20:
Santa Cruz, Sacco y Vanzetti y, encarnizado, contra Mussolini. Muy lírico,
bohemio profesional, dramaturgo perseverante, infortunado, y periodista eficaz.
En este último rubro se anotan sus carteles, especialmente De Ushuaia,
Rumbo al presidio, El aserradero y Los castigos. Tierra del Fuego eran sanción
y, al mismo tiempo, desquite.
Soñaba (digo, es un decir), presentía González Pacheco
que dejándose rodar por el terraplén de Ushuaia hasta el Beagle
y, ya de rodillas, era posible asomarse por la arista de esa superficie continental:
ahí abajo podía espiar a esos cuatro elefantes, monumentales,
que encolumnados sostenían un universo plano. Con muchísimo frío
y tapado apenas por una frazada encogida, cualquier anarquista, en Tierra del
Fuego, podía imaginar semejantes cosas. Y ni les cuento después
de soportar plantones en “el triángulo”, con la nieve que
“se filtra por los tabiques hecha agua sucia”; y como dedicatoria,
bajo la mirada del centinela apoyando “un dedo en el gatillo del máuser”.
Aunque lo que más intimidó a nuestro libertario fue una “soez”
correlación: noche, gritos, patota; entre “ser un joven macho”
y la sodomización por los viejos penados que lo violaban “haciéndolo
hembra”.
Ricardo Rojas, antiguo rector de la Universidad de Buenos Aires –antecedente
que diligentemente reivindica– es deportado a Ushuaia durante el gobierno
fraudulento del general Justo. De notoria peligrosidad, Rojas en el sur se resarce
invistiéndose como topógrafo y profeta; y si las alturas fueguinas
le sirven de pedestal para sus poses de Isaías criollo, la cotidianidad
de la cárcel lo provoca como administrador. Telurismo monumental, entonces,
y minucias; corpulentos vaticinos alternados con impaciencias y pormenores.
Consignando no sólo geologías, el panóptico y la banda
de música –fellinesca– que precede a los penados que van
a hachar en el bosque, sino que consigna, burócrata sentimental y escrupuloso,
las “babélicas” nacionalidades de la población. Hasta
toparse, alarmado, con “fieras humanas como el descuartizador de Palermo
alias Serruchito” o con “insensibles morales como el Petizo Orejudo”.
Relevamiento que, en declive, alude a los “siniestros baños en
la nieve” pero, sobre todo, a la “repugnancia” frente a las
“envilecidas relaciones íntimas entre los presos”.
Tres testimonios, en fin, sobre los confinados en las cárceles argentinas:
el de un socialista, el de un anarco y el de un radical. 1900, los centenarios
y después del 6 de septiembre. Los matices, obvios, insinúan un
abanico que se abre entre un periodista institucional, un bohemio marginado
y un atildado académico; tres paradigmas distintos, ¿y el mismo
límite de una conciencia posible? Porque, por debajo de las variaciones
individuales, vibra un común denominador. Hipotéticamente: ¿se
trata de una constante que –fascinada y con escándalo– recorre
la mentalidad “progresista” de nuestro país? ¿Y aun
la de la izquierda? De qué se trata –pregunto y me pregunto en
última instancia–: ¿de la denuncia política de un
sistema o de incomodidad frente a sus víctimas?
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