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Domingo, 6 de junio de 2004

RESEñA

El amigo de Kafka

LOS CUARENTA DIAS DEL MUSA DAGH
Franz Werfel
Versión de Nora Gutmann
Prólogo de Osvaldo Bayer
Losada
Buenos Aires, 2004
838 págs.

POR RUBÉN H. RIOS

En Temor y temblor (1843), Sören Kierkegaard afirma que Dios bendice a la vez que maldice a quien ha elegido. En definitiva, a quien ha sido señalado por Dios le espera (como al Cristo) un destino de dolor y angustia, de grandes pruebas espirituales. Este sentimiento místico de absurdo kierkegaardeano, que funda históricamente el existencialismo, fue padecido también (entre otros) por Franz Kafka, y sin duda su amigo Franz Werfel (1890-1945), autor de esta monumental y mágica novela sobre la resistencia presentada por cinco mil armenios al exterminio turco durante el verano de 1915 en la meseta del Damlajik, en el Musa Dagh, el monte de Moisés. Cuarenta días que son narrados por Werfel entre 1932 y 1933, mientras asciende la estrella nazi, como si fueran los de una cuarentena absurda impuesta sobre la vida de un pueblo convertido en peste.
El trasfondo religioso y místico (más judío que cristiano) de la gran épica de Werfel se asemeja al movimiento envolvente de un puño de hierro, invisible pero inexorable, que encadena cada uno de los episodios con cierta impecable lógica cuyo sentido último se abisma o se pierde. Las deportaciones masivas de los armenios, la crueldad del exterminio que sufren bajo el ejército del generalísimo –dictador de Siria– Djemal Pachá y el partido nacionalista Ittihad, la resolución de resistir hasta la muerte en el Musa Dagh de un grupo de aldeanos de Yoghonoluk (mientras otros aceptan someterse a los turcos), la majestuosidad bíblica del monte, la heroica resistencia de una muchedumbre de campesinos y comerciantes prácticamente desarmados frente a un Estado burocrático militar, el aislamiento casi metafísico del resto de los hombres, el estigma de ser armenios, componen poco menos que un acontecimiento sagrado o fuera del orden regular de las cosas. Nada de lo que rodea a estas familias (el cielo, el mar, las cabras, los arbustos y las rocas del Musa Dagh) permanecen indiferentes –las fuerzas de la naturaleza y de lo sobrenatural, como en la Troya homérica, toman partido a favor o en contra del bastión armenio–.
En esta batalla cósmica en defensa de la vida se alzan dos personajes tallados en la dúctil materia de la fe y la ética: el anciano sacerdote Ter Haigassun y el intelectual rico Gabriel Bagradian, el verdadero héroe trágico y mártir de Los cuarenta días del Musa Dagh. Mientras el sacerdote cumple, sin desfallecer nunca, su deber de jefe espiritual de los aldeanos, Bagradian siente que ha sido traído con su familia desde París (donde ha vivido por mucho tiempo) a la tierra de sus ancestros con la misión y la responsabilidad de organizar militarmente –como ex oficial del Imperio Otomano– la defensa de su pueblo. Es así que la conformidad con el destino y la fatalidad de las circunstancias, el oscuro llamado de la sangre y los hechos objetivos, y hasta la sed de justicia, se adueñan de Bagradian para que lleve a un grupo de armenios a desafiar la muerte contra toda posibilidad de sobrevivencia. En él se amalgaman las figuras míticas del guerrero y del santo, del noble y del humanista, de aquel que sacrificará todo de sí (aun lo más amado) en el altar de la fraternidad sin ya desear nada de este mundo. Werfel es un demiurgo sutil que combina hábilmente sustancias dispares y contrapuestas, lo más alto y lo más bajo de la condición humana, la luz más radiante y la noche más tenebrosa, la piedad y la ironía, lo absurdo y lo trascendente, lo maravilloso y lo abyecto. Ninguno de los personajes refugiados en el Musa Dagh, ni siquiera Bragadian, consigue liberarse de las pasiones tristes y ruines, propias de la estirpe adánica. Arcangélicos a veces y otras diabólicos, en el fondo no se diferencian de sus enemigos sino en cuanto víctimas. Los mejores de ellos, a pesar de todas las penurias y sinsabores, precisamente sobre esa maldición levantan su orgullo y dignidad frente a los burócratas de la guerra al servicio de Djemal Pachá, pero también de seres disminuidos (como Sato, la idiota que entiende el lenguaje de las bestias) o vacíos (Sarkis Kilikian, el desertor, o Julieta Bagradian) en sus propias filas. De esta dialéctica se hace, al parecer, el milagro de la vida.
De modo que la novela de Werfel, que leyeron los judíos del ghetto de Varsovia, se diría que prácticamente explica la intolerancia cultural y los campos de concentración como consecuencia o subproducto del retiro de las grandes religiones (cristiana y musulmana) del campo de la política. El holocausto armenio a manos del nacionalismo turco, con todo el peso del Estado a su disposición, no se muestra basado en la fe religiosa sino en una ingeniería étnica despiadada y brutal. Como contraparte, la única ayuda a los combatientes del Musa Dagh desde el exterior proviene de dos hombres religiosos: el pastor protestante Johannes Lepsius y el “agá” musulmán Rifaat Bereket, ligado a enemigos de Djemal Pachá y el Ittihad. Quizás esa disolución de la sacralidad del mundo y de los seres humanos que tantos han observado en la edad moderna, cuya apoteosis serán los genocidios del siglo XX, obliga a que la magnífica epopeya que relata Werfel tiemble de temor (como quería Kierkegaard) ante la voluntad indescifrable de la divinidad.

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