libros

Domingo, 19 de septiembre de 2004

MAURICIO ELECTORAT, PREMIO BIBLIOTECA BREVE 2004

Como buen chileno

Escrita from Paris pero no for export, La burla del tiempo es una novela chilena que se hace cargo sin cinismos ni demagogia de una historia y de una generación por descubrir: los chicos y adolescentes de Pinochet –hoy con cuarenta y pico y al mando– que no compraron los valores del Régimen, que protagonizaron una resistencia inexperta, a veces irrisoria, que se fueron sin nada y vuelven para contarlo.

La burla del tiempo
Mauricio Electorat

Seix Barral,
348 páginas

Por Juan Sasturain

Electorat no es un narrador marginal pero sí, de algún modo, subterráneo o lateral. Tiene recorrido propio, no asimilable al de ninguno de sus compañeros más o menos generacionales, rumorosa caterva que campea hoy y copa en apariencia un territorio tradicional de poetas. Porque esa costumbre trasandina de criar pesos pesado del verso –de Huidobro, De Rocka, Neruda y Nicanor Parra, a Linhn y Gonzalo Rojas, entre muchos– se ha reconvertido, como tantas otras cosas en las últimas décadas, en compulsiva producción de narradores: tras Donoso y el diplomático Edwards, llegaron los estridentes gestos internacionales de Allende, Skármeta, Sepúlveda y el mediático Dorfman, después el fenómeno de la Serrano junto con los apurados modernos y posmodernos de los noventa –Fuguet, Contreras, Rivera Letelier, la fila– y ahí están los excelentes Jaime Collyer y Carlos Franz... Y ahora este saludable Mauricio Electorat con perfil singular: narrador laborioso y poeta en receso pero consecuente con sus orígenes –los acápites de Lezama Lima y Gonzalo Rojas hablan de su fidelidad–, el autor de La burla del tiempo sabe desmarcarse sin ira ni pudor del estereotipo de algunos congéneres: narra from Paris –llevado por la Historia– pero no for export, seducido por el mercado.
Nacido en 1960 y crecido en el selecto Ñuñoa santiaguino de familia democristiana –la caída de Allende lo encuentra un cabro más en la cola de los pelados negocios, saturados al día siguiente del perverso golpe–, fue chico de Liceo Francés, lector bilingüe casi de salida, adolescente poeta y militante estudiantil en la izquierda moderada del Mapu. Como tal, padeció la opresión y mediocridad del régimen hasta que se fue a Barcelona –harto de y corrido por Pinochet– a los 21 años con la universidad interrumpida. Compartió vino y piso en el Gótico con amigos, estudió Filología Hispánica mientras escribía y eventualmente publicaba poesía pero se ganaba la vida del otro lado del texto: como lector de originales primero, en la agencia literaria de Carmen Balcells, después en el equipo preseleccionador del millonario Premio Planeta, maneras de vacunarse contra ciertos excesos y/o facilidades de la prosa narrativa proliferante.
Pero un día se graduó y en el ‘87 recaló en París para vivir no de eso sino cortazarianamente de la traducción y anexos. Y ahí sigue –pese a algún amago de regreso– desde entonces. Ha hecho lo suyo, dos hijos y, entre otros libros con poesía y cuento incluidos, dos excelentes novelas: El paraíso tres veces al día (1995) –variaciones en negro polar con portero de noche chileno, que se llevó las distinciones oficiales mayores en su país– y esta La burla del tiempo, Premio Biblioteca Breve de Seix Barral en el 2004.
El galardón de equívoco nombre –basta ver la “brevedad” de algunas de las más famosas novelas ganadoras– tiene una historia que intimida. Instituido en 1958, las tres primeras entregas fueron para Luis Goytisolo, García Hortelano y Caballero Bonald –los nuevos novelistas españoles de entonces– hasta que con los sesenta llegaron los latinoamericanos y las novelas que harían época, serían inseparables del boom, ese fenómeno escrito acá pero hecho a medias o tres cuartos en suelo editor catalán: La ciudad y los perros, del joven Vargas Llosa lo ganó en el ‘62; Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, en el ‘65; Cambio de piel, de Carlos Fuentes, se lo llevó dos años después. Intercalados: Ultimas tardes con Teresa, de Marsé, y Una meditación, de Juan Benet. Cada edición era un acontecimiento. Después el premio –con la gloriosa Seix Barral de entonces– se diluyó y sólo ha vuelto hace cinco años, apostando joven y nuevo en general. Con Electorat no ha sido una elección pautada por lamoda, alguna mal nombrada “tendencia del momento” o el llamado del mercado planetario. Ha ganado la literatura.
El relato es simple y moroso. A dos orillas, de acá y de allá –como en esa Rayuela que el autor leyó durante una oportuna hepatitis a los 17 años– el narrador Pablo Ruitort, alter ego ligeramente desplazado de Electorat, arranca la historia con un doble mazazo en el presente: el abandono de la pareja acá (París), la muerte de la madre allá (Santiago). Dos cortes brutales. Así, de salida es la intemperie: se abre un agujero interior y se impone el viaje compulsivo, circunstancias augurales para el relato. El salto de París a Santiago será la ocasión de frecuentar las otras orillas, las del tiempo, ir armando la historia de a pedazos que se incorporan dentro de un único discurso fluido, modulado sobre una corriente única pero jamás monótona.
Así, Pablo reconstruirá la casi grotesca, tragicómica militancia adolescente bajo Pinochet que termina en dispersión de los amigos –Pablo, Rocío, Claudio, Cristian–, rememorará un encuentro en París, años después, con el “enemigo” Nelson, el soplón, en una noche interminable de revelaciones que muestran la otra, la misma cara; e intercalará documentalmente, en secreto contrapunto, las fraguadas misivas de adhesión a la “heroica resistencia chilena” de franceses famosos –de Sartre y Yourcenar a Brigitte Bardot y Platini...– confeccionadas a medida de allá para acá; con las deliciosas crónicas familiares burguesas de las cartas de la madre al hijo lejano.
La historia que vierte en un elaborado registro coloquial esa primera persona –un Ruitort que suele hacerse al costado para dejar hablar/callar a otros– es de las buenas. Cuenta pérdidas y perdidas –los grandes agujeros en la vida, las batallitas por la Historia– pero lo hace sin la mínima condescendencia respecto de sí mismo –el que es y el que fue–; sin guiños a una supuesta corrección política progre afecta a las mitologías, sin agachadas para calzar en la moda literaria, en los gustos esperables del lector posible o del mercado que contamina todo lo anterior. Y lo hace no por el exceso aparatoso (buscar lo raro) sino desde la mesura, el control, el humor y la ironía. Armas sutiles de narrador.
El resumen, la sensación final de regreso de la lectura y a París, no es ni puede ser el del ajuste de cuentas con el pasado o la Historia –el viejo fascista nonagenario ni siquiera lo merece– pues bien sabe Electorat que esas cuentas, como las del corazón, no ameritan siquiera el resentimiento porque nunca cierran. Apenas resta la verificación distanciada y un poco melancólica de la inmediatez. Pablo abre la ventana de su nuevo piso en París y le cuenta lo que ve a su amigo que lo llama desde el otro lado (que es también su lado) del mundo. Claro, bajará a comer en un rato nomás, la vida continúa.

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