libros

Domingo, 19 de diciembre de 2004

Adiós, familia

Jorge Edwards cuenta la historia de su colorido tío abuelo Joaquín Edwards Bello en una entrañable novela que recurre tanto a los juegos de la ficción como a los de la memoria.

El inútil de la familia
Jorge Edwards
Alfaguara
358 páginas

 Por Sergio Di Nucci

“Familias, ¡cómo os detesto!”. Las famosas palabras de André Gide en contra de la familia cierran el último libro del escritor chileno Jorge Edwards, cuyo título es, por cierto, un tributo familiar. Desplegando una poderosa combinación de biografía, ensayo, crónica de costumbres y autobiografía, Edwards ofrece un recorrido por la vida, en parte a través de la obra, de su tío abuelo, el periodista y escritor Joaquín Edwards Bello. El resultado es también un fresco indeleble entre historia y crónica de las costumbres, y la política chilena de comienzos del siglo XX hasta la trama oscura de la República y sus héroes, sus enemigos y sus muertos. Cuando Joaquín Edwards Bello se suicidó anciano y hemipléjico a fines de la década de 1960, Volodia Teitelboim elogió desde el Senado, con un tono en suma paternal, a esa figura díscola del patriciado chileno que se convirtió en escritor para contradecirlo en cada uno de sus rasgos. El funcionario comunista deploró sin embargo la falta de disciplina, de sistematicidad de este escritor que admiraba a Balzac, al vizconde Ponson du Terrail, a Eça de Queiros, a Zola, a Guy de Maupassant, pero que sin duda encarnó al protagonista perfecto de cualquier novela de Pío Baroja.
En el excelente ensayo Ambiente espiritual del 900, el uruguayo Carlos Real de Azúa trazó el panorama intelectual hispanoamericano, el clima de época que conformó a principios del siglo XX la unión rica, compleja, controversial y caótica de ideas y pensadores europeos. De ese clima, en una buena medida irracionalista, se nutrió Joaquín Edwards Bello, que vivió casi hasta sus últimos años de vida bajo el mandato de gloire ou merde. Y tal como refiere el libro, padeció ambas cosas. “Cambié de barrio, de clase social, de familia. Cambié de sangre. Cambié de pasado. Soy feliz”, escribió el tío Joaquín, que fue cronista por más de 35 años en el diario opuesto al familiar, que adoraba el martini extra seco y fue autor de una veintena de libros, de novelas anticlericales cuyos títulos son sin duda simpatiquísimos (Criollos en París, El chileno en Madrid, El roto, El inútil).
Jorge Luis Borges dijo de él, cuando supo que en sus últimos años usaba una máscara de goma para ocultar el rostro torcido por la hemiplejia: “L’homme qui rit”. Y en efecto, aunque en otra dimensión: fue el hombre que se burló de todos y de todo, que fue jugador y amante de los prostíbulos y los barrios bajos, que adoraba caminar por la zona del Mercado Central santiaguino, por la estación y la calle Borja, que fue, en fin, Pedro Plaza, Pedro Wallace, Curriquiqui, Esmeraldo, Eduardo Briset Lacerda y hasta Teresa Iturrigorriaga, los personajes de sus novelas que pusieron, como él mismo, “su corazón encima de una mesa, o en el centro de un escenario”.
Son muchas las escenas que describe Jorge Edwards en este libro, conmovedoras la de la pequeña Chiffon, la amante adolescente y provinciana francesa de Joaquín que grita y llora ante La dama de las camelias de Alejandro Dumas hijo, o la del reencuentro de Joaquín con la que iría a ser su esposa salvadora, o la del mozo de la embajada chilena en Cuba y su “cariño reaccionario”. Porque ganó mucho en los casinos y perdió otro tanto, Joaquín Edwards Bello debió vivir del periodismo. Como corresponsal le tocó cubrir la Guerra Civil Española, y luego la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo, por supuesto, pero no desde Europa sino desde alguna parte de Chile, escondido, oculto quizás en Valparaíso, quizás en Antofagasta (tal como ocurrió hace poco en Buenos Aires, y aquí este pequeño homenaje a ese periodista que no fue a Bagdad y dijo: “Por lo que pagan, los refritos que hacía eran excelentes”).
Por si hiciera falta, los últimos dos capítulos del libro muestran hasta qué punto la mejor literatura no prescinde del policial, aunque el autor nos asegure que lo que allí ocurre es pura verdad. Edwards sostiene que la literatura ordena la profusión de los elementos cotidianos, que impone sentidos orientando interpretaciones. Es otra virtud del narrador que su homenaje no esté exento de ironía, de ambigüedades, de reflexiones que no clausuran perspectivas. Menos visceral, “más maricón, en términos criollos”, dice el sobrino que es respecto del tío. Una distancia que es efecto de los mundos a los que ambos escritores pertenecieron, el nuestro mucho más “contemporizador”, mucho más “maricón” por femenino, en términos criollos. El autor del indispensable Persona non grata (1973), de ese otro ineludible dedicado a Pablo Neruda, Adiós, Poeta (1990), de novelas y cuentos sobrios, precisos, iluminadores, debió cortar su apellido para quitarse de encima la pesada herencia de ese pariente que terminó siendo respecto de él tan lejano y cercano a la vez.

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