Martes, 28 de diciembre de 2004 | Hoy
El sudafricano triste, el japonés imaginativo y el detective salvaje
Por Rodolfo Rabanal
Es posible que la novela Desgracia, del sudafricano J. M. Coetzee, haya sido el libro más vendido de los que menos se vendieron en el último año y medio. También es probable que haya sido el libro más leído de los menos vendidos, o el que más intención de lectura ha tenido con la menor exposición publicitaria imaginable. Así son las cosas en este negocio. Tanto que quizá conviniera acuñar una subcategoría inexistente a la que llamaríamos best-reading, dentro de la cual yo personalmente pondría dos resplandores más, también leídos en los últimos catorce o quince meses. Me refiero a Los detectives salvajes del difunto Roberto Bolaño y a Al sur de la frontera, al oeste del sol del japonés Haruki Murakami. Bolaño, como saben algunos, ha escrito la mejor novela hispanoamericana de estos años y Murakami está produciendo un tipo de libros cuyo poder imaginativo es tan caprichoso y alucinado que hasta parece una burla. Pero en todo caso una burla brillante. Coetzee, en cambio, es un hombre triste, tristemente sudafricano, infinitamente talentoso e incapaz de concedernos una raya luminosa de ilusión. Y sin embargo, allí está, y es imposible no leerlo aunque nos desgarre el alma. Bien, ninguna de estas tres gemas ha figurado en las listas habituales de best sellers, o si lo hicieron lo han hecho escasamente y a las disparadas. Son cosas que nunca dejarán de sorprenderme.
David Copperfield
Por Leopoldo Brizuela
¡Aquellos sí eran best sellers! Imaginen –escribe María Moreno– a la multitud enloquecida en los muelles de Nueva York, gritándole al vigía que trae el último capítulo de Almacén de Antigüedades (¡¿muere o se salva la Pequeña Nell?!). Borges decía que Oliver Twist legó al mundo la ciudad como personaje de novela, y en pocos años las ciudades y los novelistas de los cinco continentes parecían inventos de Dickens; a fines del siglo XX, P. D. James, volviendo del centro de Londres cargada de paquetes con un humor de perros, va más allá: “Me cago en ese condenado que escribió ‘Un villancico’ e inventó la Navidad”, y no se da cuenta de que ella misma es Scrooge. ¿Siguen todavía con la polémica interna sobre quién es mejor, si Shakespeare o Cervantes? Yo los abandoné para perderme en Dickens, tan variado y fecundo como el primero, tan divertido y moderno como Don Quijote, su verdadero maestro. Pero de todos estos best sellers, ¿con cuál quedarme? ¿Con Pickwick, con sus gordos desopilantes que como parodias de personaje de Borges salen a “relevar Inglaterra”? ¿Grandes esperanzas –quizás el más cercano–, con Pip melancólico y ambicioso, y la vieja Miss Havisham que vive en vestido de novia y sin abrir las ventanas para no sentir pasar el tiempo y, el asesino serial que se va a Australia y se convierte en estanciero? No, quizás David Copperfield sí, porque quizás uno siente que fue la fragua de millones de personas de las que uno desciende; y por Mr. Micawber, el eterno manguero, o por Uriah Heep, pelirrojo, prolijísimo y diabólico y, sobre todo, por la vida que se cuela por cada renglón como los burros en el jardín de la tía. ¡Vida! ¡Vida!, gritaría uno a cada paso como ella grita ¡Burros!, interrumpiendo las escenas más líricas, los parlamentos más profundos, para ir a sacarlos a escobazos. Vida, Vida, como si Dickens, el más melancólico y feliz de todos los escritores, la hubiera creado.
La historia interminable
Por Elvio E. Gandolfo
Uno de los libros “mejor vendidos” que me gustó mucho es La historia interminable de Michael Ende. Además de su fuerte apuesta narrativa tiene un recurso visual simple (la realidad y la fantasía están impresas en letras de distinto color) y eficaz, redondeado por la tapa color bronce. Fue un libro que me interesó mucho más que El señor de los anillos, del que no pude pasar del primer tomo. Además se le adhirió el recuerdo de cuando se lo leí a mi hija Laura en una larga enfermedad que la tuvo en cama muchos días. Pocas veces uno le puede leer a un niño un libro largo: había algo de fogón renovado cada día. Ende metió ahí gran parte de su angustia de la época de la guerra, lo que le da una carnadura importante a sus carambolas borgeanas. Por otra parte, el autor luchó denodadamente para que el marketing no se metiera demasiado. Y perdió, como suele pasar. La película es una pesada torta de cumpleaños, comparada con el texto. Sobre todo el final es una traición total.
El misterio, de Sonny Liston
Por Esther Cross
The Devil and Sonny Liston, de Nick Tosches. Lo leí y quiero traducirlo. Empieza con el cuerpo del peso pesado Sonny Liston en una camilla de la morgue, y de ahí va en flashback a su familia, esclava en tierra del Ku Klux Klan. La muerte de Sonny Liston es un misterio, dato que empata en simetría con otro: Liston no sabía su fecha de nacimiento (y su madre tampoco porque la había olvidado). Como no podía ser de otra manera –pero igual, sorpresa– Liston estuvo en la cárcel, donde un entrenador descubrió su talento para el boxeo. Hay todo tipo de enfrentamientos pero el knock out que termina con Sonny curiosamente se juega en otra parte, lejana al ring, que todos habitamos. Hay una pelea, a lo Rocky, contra Cassius Clay, y una revancha (ambas arregladas con la mafia). Hay amistades peligrosas. Es un ensayo en tono de novela negra y una novela negra biográfica. Tosches es implacable a la hora de desmontar las mentiras del sueño norteamericano. Es un buen libro que empieza con la mejor de las preguntas. Y no da tregua.
La Expiación, de Ian McEwan
Por Cristina Bajo
Mi vida está colmada de best sellers, pero tengo uno que no ha sido desplazado: Expiación de Ian McEwan. La historia es un homenaje a las viejas novelas inglesas, con un dejo de Iris Murdoch (en Los Infieles) y una pizca de la feroz comicidad de Saki. McEwan me atrapó en la primera página, ubicándome en un fin de semana inglés, casa de campo, familia privilegiada –de intelectuales–, niños prodigio y una historia de maldad y destrucción que vislumbramos para comprender que está más allá de nuestras posibilidades advertir a las víctimas lo que les espera, detener a los perversos, conseguir que alguien, de entre todos ellos, diga la verdad. La historia parece armarse con varias novelas –romántica, de intriga, psicológica, de guerra– y nos pasea a través de desdichas, indiferencias, malos entendidos, perdones a medias, un amor duradero y un arrepentimiento tardío. Por inteligente, sensible, irónica, cruel, y por su pizca de cinismo, Expiación sigue siendo mi favorita.
Guimaraes Rosa (y varios otros)
Por Luis Gusman
De la lista de best sellers siempre me gustaron aquellos libros que de pronto aparecían como una intromisión respecto de cierta lógica del mercado. De estos intrusos podría nombrar algunos. Quizás en la época del boom latinoamericano se produjo un efecto de lectura que permitió, si la memoria no me traiciona, descubrir libros como Paradiso de Lezama Lima, Tres tigres tristes de Cabrera Infante y, para mí, la novela más importante que se ha escrito por estas tierras en los últimos cuarenta años, el Gran Serton Veredas de Guimaraes Rosa. Creo que unos pocos años después, Boquitas pintadas de Puig o Yo, el Supremo de Roa Bastos se entrometieron entre A. Halley o J. Lartigue para romper con cierta linealidad de la lectura. En los últimos años creo que el corpus del best seller permite cada vez menos estas intromisiones. Quizás un Tabucchi, un Carver, si mal no recuerdo. Pero creo que los libros que se precian de tal encuentran una circulación autónoma, secreta, en lo que se llama el boca a boca. Figura que supone cierta dialéctica de cómo lo escrito se deriva en una transmisión oral que retorna a lo escrito. Otras intromisiones están amparadas en un género. Las novelas de espionaje suelen franquear las fronteras del best seller y así nos encontramos con textos inolvidables de autores como G. Greene, John Le Carré y, en el género del terror, con algún libro de Stephen King.
El niño mago
Por Vlady Kociancich
Es una pena que en la palabra “best seller” se mezclen los libros que merecen ser leídos por la mayor cantidad de lectores posibles con los engendros que nos manda la prepotencia editorial estadounidense. El primer caso, el del éxito por calidad y simpatía con el gusto del público, es un acontecimiento feliz, como ha ocurrido con Crímenes imperceptibles de Guillermo Martínez; el segundo me recuerda a esa ropa de marca hecha para millones en las sombras de Asia. Son libros uniformes, aburridos y escritos vaya a saber por cuántos. Una sola puesta y ya no le caen bien a nadie. Pero, como en todo, hay excepciones. La más espectacular, mi favorita, es la serie de Harry Potter. No me asombra que el primer volumen fuera devorado por chicos hartos de monsergas “realistas”. La idea de un chico mago que asiste a una escuela de magia me resulta tan maravillosa como el doble mundo, el doble Londres, el juego con el tiempo, el uso de la tradición y la leyenda para subvertir costumbres de hoy, el humor y la sátira que matizan la eterna guerra entre el Bien y el Mal, ese deleite del peligro del mundo que ha estado siempre en los mejores cuentos. Admiro la imaginación de Mrs. Rowling. Que, claro, es una autora inglesa.
La chica del tambor
Por Marcelo Birmajer
Mi best seller favorito es La chica del tambor de John Le Carré. Lo leí fascinado la primera vez, admirando su estructura la segunda, y porque no tenía otro libro a mano la tercera. También lo leí una cuarta vez porque se me daba la gana. Me parece de una construcción impecable, y a menudo me digo que la mejor metáfora que lo define es que se trata de un edificio puesto en pie por un arquitecto riguroso, sin el concurso de obreros ni albañiles; Le Carré es en ese libro un arquitecto que diseña y construye un edificio con sus propias manos. La historia es de por sí apasionante, y el modo arriesgado en que la narra merecería premios a la altura de la aceptación de los lectores. Cada personaje es una vida y las situaciones se nos presentan, en apariencia, en una secuencia deshilachada, sin que sepamos, en primera instancia, por qué se nos está brindando determinada información en tal momento. Pero a medida que se avanza en el libro –y es imposible dejarlo– cada pieza encuentra su sitio, y los dobleces de los personajes, cuyos comportamientos nos engañan como arbitrarios, finalmente cierran en una lógica precisa y astuta. En mi discreta opinión, es la obra cumbre de Le Carré, que tiene muchos libros muy buenos.
La áspera prosa de la Infancia
Por Alicia Plante
Banquete para psicólogos –aunque no les haya sido destinado– y para todo lector que tampoco piense en la niñez como el lugar de la inocencia y la felicidad, esta primera parte de la aventura autobiográfica de un gran escritor no sorprende con sus conflictos pero emociona hondamente. Un chico que habla poco, que no muestra su ser, perseguido por la culpa, por miedos, pudores y pasiones, un transgresor que no desea serlo, “... solo en aquella inmensidad...” es su descripción de un primer recuerdo, el de un pequeño papel de caramelos que vuela contra los colores del desierto y que, sin que se lo proponga, lo describe a él. Prosa seca, áspera, de una belleza parecida a la arena, que nos acomete y se mete por cada resquicio de la sensibilidad. Es difícil postergar, apoyar este libro, es para sostenerlo, para leerlo y amarlo, al autor, al chico que fue, confundido por conflictos parecidos a los nuestros, por tempranos amores prohibidos de los que se defiende con el rencor y el agravio, por otros, obligatorios, que deberían cumplirse y no se cumplen y lo dejan expuesto, vulnerable en sus modos diferentes, pensante, tan pensante e inteligente el pequeño Coetzee... De lectura fácil, sí, pero cuidado, ni frívola ni intrascendente, al contrario, dejarse llevar por el texto es redescubrir el precio que cada uno de nosotros pagó para crecer.
Dos obras divinas
Por Abelardo Castillo
Pese a que para mí la palabra “favorito” nunca puede ir pegada con best seller, puedo decir que tanto la Biblia como el Quijote son obras célebres, y muy vendidas, que consulto cada tanto. El solo hecho de que dé la impresión de que al primero de estos libros lo haya escrito Dios me parece que es una justificación más que válida para la cuestión. En tanto que algo similar puedo decir del Quijote: si 400 años después sigue siendo el libro clave en idioma castellano y no hemos podido escribir algo similar..., eso da una idea de la dimensión de la obra de Cervantes. Eso es suficiente, me parece. En algún sentido, como decía Leon Bloy, puedo afirmar que cuando quiero enterarme de las últimas novedades leo a San Pablo.
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