Domingo, 6 de marzo de 2005 | Hoy
En Austria, su nombre es sinónimo de polémica. Y como si fuera poco, al otorgársele el Premio Nobel el año pasado, Elfriede Jelinek lo agradeció pero no fue a Estocolmo a recibirlo. Mientras tanto, sus libros empiezan a llegar traducidos a nuestro país. Por varios motivos, entonces, es un buen momento para empezar a conocer la vida y la obra de esta revulsiva escritora feminista.
Por Patricio Lennard
Ocar Wilde creía que podemos crearnos a nosotros mismos y hacer de nuestra vida una obra de arte. Esa lógica que él aplicó a su propia persona (y que motivó más de un escándalo en la sociedad de su tiempo) no sólo logró que su imagen de escritor se encuadrara en su producción estética, sino también sentó las bases para que las figuras de otros escritores puedan ser vistas como hechos literarios. Pensar que la última obra de la austríaca Elfriede Jelinek (1946) es no haber ido a Estocolmo a recibir el Premio Nobel no sería, pues, del todo equivocado. La “fobia social” que sufre –y que esgrimió como pretexto para no asistir a la entrega– no sólo corrió su psicopatología como el más teatral de los telones, sino también selló su imagen pública con el sugerente rótulo de rara. Lejos de poner en duda que ella sufra agorafobia, o que no soporte ser observada y verse rodeada de personas, es claro que ese gesto se inscribió en las coordenadas de su proyección internacional tras ganar el Nobel. En el colmo de la exposición mediática, su retraimiento tomó el cariz de histrionismo: Jelinek se hizo más visible cuando se ocultaba y no le quedó más opción (en apariencia) que posar ante todos su neurosis, en medio del equívoco por el que recibió el premio sin ir personalmente a recibirlo.
Jean-Paul Sartre, en noviembre de 1964, explicó en una entrevista a Le Nouvel Observateur por qué rechazó el Nobel de Literatura. A la razón de que al premio le encontraba un sospechoso tinte político, el autor agregó que aceptarlo hubiese significado “dejarse recuperar por el sistema” (léase: transigir con la burguesía). “Rechazo 26 millones y me lo reprochan, pero al mismo tiempo me explican que mis libros se venderán más porque la gente va a decir: ¿Quién es este atropellado que escupe sobre semejante suma? Mi gesto va pues a reportarme dinero. Es absurdo, pero no puedo hacer nada.” Es indudable que esa acción engloba, en cierta forma, el hecho de que Sartre sea el arquetipo del intelectual comprometido: en esa decisión hay cierta heroicidad que hoy parece brillar como una estrella muerta. Si todas las fotos que lo exhiben munido de un megáfono, hablándole a la gente en la calle, dicen cosas de su obra, ¿por qué no pensar que algunos escritores esconden su imagen pública con artificios literarios? ¿Por qué no ver allí también una escritura de un texto?
El colombiano Fernando Vallejo es otro ejemplo de cómo el hecho de armar una figura de escritor se emplaza casi siempre más allá de las letras. Cuando en 2003 donó los cien mil dólares que ganó por el Premio Rómulo Gallegos a una asociación que protege a perros abandonados en Caracas –y ante la insensibilidad social que en su país muchos le endilgaron–, el novelista espetó: “Los humanos que se jodan, a mí los que me duelen son los animales”. Basta con leer las novelas de Vallejo para entender que ese gesto resume su obra. Para entender cómo ciertas acciones que implican a un escritor por fuera de sus libros –y que bien podrían caer en la bolsa de anécdotas biográficas– pueden ser productivas para la crítica literaria.
Que Jelinek no haya ido a Suecia a recibir el premio, y que en su lugar haya enviado un mensaje grabado, generó más de una controversia. “Lógicamente, estoy muy contenta. No tiene sentido fingir, pero siento más desesperación que alegría”, fueron sus palabras al saber la noticia. Si bien son pocos los que logran hacer de sí mismos verdaderos personajes (y allí está una de las claves de la teatralidad indispensable para armar una figura de escritor con eficacia), esa mezcla de fobia y misantropía, de fragilidad y furia, de náusea existencialista y de corrección política que Jelinek expone en sus dichos y en su obra, le da a su personalidad un relieve llamativo, una catadura seductoramente extraña. De hecho, más de uno se habrá preguntado: “¿Quién es esa loca que no va a buscar el Nobel?”
Jelinek, en Austria, es sinónimo de polémica. Allí es conocida sobre todo por sus virulentas críticas a la herencia autoritaria de una nación que se ha presentado como víctima del nazismo, pero que también supo exportar a Hitler. Para ella, “Austria siempre corre el riesgo de volcarse hacia la ultraderecha porque se ha escabullido de su propia historia, reprimiéndola”. Miembro del Partido Comunista austríaco entre 1974 y 1991, Jelinek adquirió en la década pasada una gran notoriedad en su país a raíz de su rabiosa oposición al ascenso del ultraderechista Jörg Haider, líder del Partido de la Libertad. El enfrentamiento llegó a tal punto que, como respuesta a las críticas de la escritora, Haider montó una campaña en su contra con enormes afiches en las calles que decían: “¿Quiere usted a Jelinek o prefiere el Arte y la Cultura?”. Su labia fascista le sirvió en un momento para tildar su obra de “arte degenerado”.
En el año 2000, una coalición formada por el Partido Popular (una agrupación conservadora y cristiana) y el partido de Haider asumió el poder luego de ganar las elecciones. Jelinek, entonces, amenazó con irse del país y prohibió –al igual que lo hiciera su compatriota Thomas Bernhard (ver recuadro)– la representación en Austria de sus obras de teatro, hasta tanto la situación política cambiara. Al tiempo, por considerarlo un gesto sin sentido, la escritora dio marcha atrás con la medida.
Esa “nación de criminales” –según ella, alguna vez, consideró a su patria– fue puesta en la picota en su novela de 1995 titulada Die Kinder der Toten (en español sería Los niños de la muerte), en donde expone su interés por hurgar en las llagas del vínculo de Austria con el nacionalsocialismo. En este sentido, uno de los primeros intentos de Jelinek de horadar la imagen que su país creó bajo la excusa de haber sido la “primera víctima” del expansionismo hitleriano, fue una pieza teatral que escribió en 1984 y tituló con el nombre de uno de los teatros más famosos de Viena: Burgtheater. La historia del ascenso a la fama de Paula Wessely y Karl Hörbiger, una pareja de actores que al final de la década del 30 se convirtieron en estrellas de la industria cultural nazi, y que continuaron siendo en Austria grandes celebridades luego de la guerra, le sirve a Jelinek para denunciar la amnesia histórica de sus compatriotas, así como el mito de la “inocencia” y la irresponsabilidad de ciertos artistas ante el horror totalitario. El escándalo que causó el estreno de la obra (que desacraliza la figura de Wessely, una de las actrices más importantes de la escena austríaca del siglo pasado) apuntaló la imagen de “traidora a la patria” que cierta prensa de derecha comenzó a endosarle a la escritora.
Activista política a su modo, dramaturga, poeta y novelista, Jelinek siempre se preocupó por producir en sus textos contenidos políticos sin caer en ademanes agitadores o denuncialismos llanos. Ganar el Nobel –según dijo– la dejó en una posición molesta, indeseable: la de ser considerada representante de su país ante el resto del mundo. Su aclaración de que el premio no debe ser visto como “una flor en el ojal de Austria”, que pueda ser aprovechado por aquellos que hoy la siguen mirando con recelo, trasluce algo de la incomodidad intelectual e ideológica que siente. Una incomodidad que seguro le hará encontrar para su flor un lugar más adecuado, en donde incluso pueda enraizarse. De hecho, la carroña es el abono perfecto.
“Lo que se dio en llamar la liberación de la mujer les convenía más a los hombres, que veían en ella la posibilidad de multiplicar los encuentros sexuales.” El francés Michel Houellebecq desmitifica así lo que para él abrió paso a la disolución de la pareja y la familia en la sociedad contemporánea. La “revolución sexual” de los ’60 habría tenido, pues, efectos indeseados. Si para Houellebecq el liberalismo económico se imbrica con la sexualidad allí donde el sexo es un sistema de jerarquización tan brutal como el dinero (regido por el flujo consumista), para Jelinek las relaciones sexuales, en la sociedad de clases, confirman estructuras de poder que dejan a la mujer en un lugar subordinado. Así es que la autora se ocupa –en sus textos– de revisar la idea de “revolución sexual” como mito feminista, al tiempo que se vale de la sexualidad y la violencia para retratar las relaciones de dominación propias del capitalismo.
En Deseo, su novela de 1989 (la historia de la esposa del director de una fábrica de papel que, cansada de los ultrajes sexuales de su marido, comienza a verse con un joven que termina siendo un nuevo verdugo), la violencia sexual es puesta en escena junto a la representación del trabajo dentro de la fábrica. El contrato burgués por el que se crea cualquier vínculo laboral no diferiría –parece pensar la autora– del contrato que implica una relación sadomasoquista, ya que en ambos casos el consenso entre las partes sirve para fundar relaciones de dominio. Al igual que en su novela de 1980 (cuyo título es Wonderful, Wonderful Times), en la que uno de sus personajes es un ex oficial de las SS que maltrata a su mujer y la usa de modelo para fotos pornográficas, Jelinek no presenta a las mujeres como víctimas de la dominación masculina, sino como cómplices de una máquina dialéctica. Uno podría pensar un slogan semejante: Jelinek o cómo ser mujer y no morir golpeada en el intento.
Su obra, de este modo, está tan lejos de esa tradición que se regodea en el mito de la fémina como ser sexualizado (de la que Anaïs Nin sería un ejemplo), como del marketing esencialista de la “literatura de mujeres”. En todo caso, asoma en sus textos un feminismo sui generis, reñido con las ficciones de alcoba, el confesionalismo, y el registro egotista de esas que escriben como si alguien las espiara. El esfuerzo de Jelinek por construir un punto de vista femenino en la esfera masculinizada de lo pornográfico, es una apuesta tanto política como estética en Deseo. En las metáforas sexuales que atraviesan el libro (“La mujer se queda quieta como un inodoro, para que el hombre pueda hacer su gestión dentro de ella”) se compone una pornografía del pudor de las palabras, una complexión ruborizada de la lengua que el punzón de la ironía perfora constantemente. No es extraño, entonces, que Jelinek se instale en una tradición de autores (Wittgenstein, Karl Kraus, Thomas Bernhard) que ligaron la crítica social a una crítica del lenguaje. De hecho, ella reconoce allí un escollo de su literatura: la intraducibilidad de los juegos verbales con los que busca poner al desnudo el sustrato ideológico de su lengua. No sería difícil, pues, imaginarnos a Jelinek convertida en una dominatrix, dándole con su látigo y sus botas de cuero castigos correctivos al lenguaje. Su discurso de aceptación del Nobel, con todo, desmiente nuestra fantasía perversa: “El lenguaje, ese perro que debería protegerme, para eso lo tengo, y que ahora me ataca. Mi protector quiere morderme”.
Más allá del pedigrí que ese perro exhiba, ¿dónde encontrar una mordaza de su talle?
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