UNA LECTURA DE “LA PIANISTA”
Una mujer fálica
La pianista
Elfriede Jelinek
Mondadori
285 páginas
En su Presentación de Sacher-Masoch, Gilles Deleuze plantea la idea de que el masoquismo no es simplemente una inversión simétrica del sadismo, ni tampoco su mitad complementaria. En tanto es el siervo quien en general inicia el contrato con el amo, autorizándolo a infligirle determinados castigos, es él quien escribe el guión y lleva realmente las riendas. El masoquista instaura la ambigüedad del poder en la puesta en escena de su servidumbre. La pianista, la novela que Elfriede Jelinek publicó en 1983, y que en 2001 fue llevada al cine por el austríaco Michael Haneke, cuenta la historia de Erika Kohut, una profesora de piano del Conservatorio de Viena que vive con su madre (una mujer turbada y posesiva), y que en un momento ve en su mejor alumno, y en el interés que éste le demuestra, la posibilidad de moldear un verdugo a la medida de sus deseos masoquistas. El flirteo que el joven y apuesto Walter Klemmer compone ante su esquiva profesora se choca, de pronto, con una turbia propuesta: un día Erika le entrega una carta en la que detalla las torturas y maltratos que espera.
La perversión de la protagonista (que no tiene ninguna explicación psicológica en el texto, aunque la idea de un abordaje psicoanalítico se presente como un picnic para ciertos lectores) se plasma también en las heridas que con una navaja ella se inflige en el cuerpo, así como en sus incursiones voyeuristas a cines pornos, peep-shows y a un parque vienés en el que parejas mantienen sus encuentros furtivos. Para Jelinek, el voyeurismo de Erika pone en juego su apropiación del derecho masculino a la mirada, lo que –al igual que en Deseo– en parte se debe al modo en que lo pornográfico pasa por una óptica y un tamiz femeninos. Esa entrada en la subcultura porno dominada por los hombres (que para la autora hace de Erika “una mujer fálica”) tiene bastante de la audacia que lleva a la protagonista a buscar un verdugo en su alumno enamorado. De este modo (y no sin ironía), la novela presenta lo psicopatológico en versión melodramática, y viceversa.
Sometida al control obsesivo de su madre (que es capaz de romperle vestidos de su guardarropa si ella se demora en volver a casa), Erika es un personaje labrado en la misantropía que recuerda al Roquentin de La náusea de Sartre. Al igual que ella, Jelinek comenzó sus estudios musicales cuando era una niña. En 1960, a los catorce años, ingresó al Conservatorio de Viena y, cuatro años más tarde, empezó a estudiar teatro e historia del arte. Es sabido que ella sufría la violencia pedagógica de su madre, una alemana católica de familia acomodada; relación que ayudó a desatar el colapso mental que Elfriede sufrió a los diecinueve años, y que la marginó de sus estudios temporariamente. La inspiración autobiográfica de La pianista –que Jelinek reconoció, aunque no bajo el rótulo de “novela autobiográfica”– se vislumbra también en la historia de su padre (que se alude en el texto): un judío checo que sobrevivió a la persecución nazi trabajando como químico en una importante industria, y que murió demente en un hospital psiquiátrico en 1969.
El “vehemente deseo de obedecer” y ser torturada que acomete a Erika (y que contrasta con la crueldad autoritaria con que trata a sus alumnos) es un ejemplo de cómo el sometimiento funda el deseo de los personajes femeninos que Jelinek construye. La posibilidad de una reivindicación feminista del modo en que la violencia de género es representada en sus novelas (lo que no se da en tono de “denuncia”) se torna en parte complicada, ya que la adherencia al masoquismo de la identidad de esas mujeres (lejos de la victimización como horizonte) hace que, en Jelinek, literatura y feminismo no formen un bloque del todo compacto. Y es que su manera de estar a favor de las mujeres radica, justamente, en ponerse en contra: en mostrarles un espejo deformante y sarcástico frente al que puedan ruborizarse de vergüenza.