EL DEBUT NOVELíSTICO DE BERGER SIGUE DESLUMBRANDO A TRAVéS DEL TIEMPO.
La primera pincelada
Por Alicia Plante
Hay obras –libros, películas, pinturas– que envejecen con el tiempo. Tenemos tardíamente un primer contacto con ellas o las reencontramos muchos años más tarde, y el sudor nos salpica la frente, la evidencia del esfuerzo realizado nos llena de pudor, tocamos involuntariamente la entretela de la técnica aplicada. Sin que sea posible establecer el momento, desaparecieron la poesía, la belleza, y ahí está con su perfil el ser que jamás debería distraernos: el artista.
Este libro, cuya traducción recién hoy está disponible en Argentina, fue escrito cuarenta y siete años atrás, en 1958. Desde ese dato inaugural, uno se pregunta qué le espera. Bien, digamos entonces que ninguno de aquellos fracasos posibles se produjo aquí: el libro tiene la misma vitalidad deslumbrante del primer día, idéntica vigencia y capacidad de conmover; lo leemos sintiendo a cada momento que tenemos delante un texto importante y bello y que sin duda todos sus valores han perdurado.
La explicación está en la narración misma, en el personaje que de inmediato nos importa más que el autor, Janos Lavin, un pintor húngaro que, ante el derrocamiento del gobierno revolucionario comunista, dejó Budapest en 1919. Los períodos de exilio en París y Berlín culminaron en 1938, cuando Janos emigra de la Europa continental y da la espalda al fascismo en ciernes para refugiarse en Inglaterra.
Los temas del libro lo hacen exceder lo narrativo y rozar lo filosófico. Resulta particularmente interesante el modo en que Berger interrelaciona de modo constante las lucubraciones del pintor, sus propuestas estéticas, sus dudas y conflictos más profundos, con los postulados ideológicos y políticos del militante que también es, uno que no renuncia a los compromisos por más que haya abandonado su lugar físico en las múltiples trincheras de la revolución. En síntesis, el arte es visto por Janos Lavin (en fin, por Berger) como una forma válida de lucha revolucionaria: “El artista moderno trabaja para mejorar el mundo” (...), “Lo que lo convierte en artista es el uso que hace de su decepción, de su descontento.” A él, a Berger, la pintura le alcanzó como herramienta hasta 1951, año en que la abandonó por la literatura como forma más directa de lucha contra las armas nucleares. El cambio le valió nada menos que el Booker Prize.
La historia está estructurada como un diario de Janos Lavin que abarca de enero de 1952 –cuando ya llevaba más de diez años viviendo en Londres “...una vida monótona y anodina”– hasta octubre de 1955. El diario es encontrado de casualidad en el estudio del pintor por su amigo John, una de las personas que no pueden entender su desaparición sin explicaciones, a pocos días de lograr por fin el éxito profesional y la venta de varios cuadros. Este John imaginario, que no es pero es Berger, publicará el diario intercalando sus propios comentarios, en los cuales reconstruye situaciones, diálogos y reflexiones de Lavin. El diario despliega además el otro gran tema puesto en el pintor: su angustia sin consuelo ante la pérdida de Laszlo, el amigo y camarada, el revolucionario que no abandonó ninguna de las trincheras que él dejó para pintar y que es ejecutado en Hungría sin que Lavin pueda saber con certeza por cuál de los varios motivos posibles.
“Los cuadros se hacen más ellos mismos con el paso del tiempo”, dice Berger al comienzo de un epílogo que agregó en 1988. Evidentemente, algunos libros también.