Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
En Salvaje (Edhasa), el historiador inglés Nick Hazlewood reconstruyó en forma impecable y respetuosa la historia de Jemmy Button, el yámana que fue llevado desde los confines de Tierra del Fuego a Inglaterra. FitzRoy, Darwin y los reyes de Inglaterra son algunos de los protagonistas de esta historia verídica junto a Button y Fuegia Basket. Radar reproduce fragmentos de este ensayo que abarcan el itinerario de este “experimento” civilizador de resultados tan polémicos que aún hoy siguen siendo investigados.
La historia de Tierra del Fuego ha sido narrada muchas veces por explotadores, exploradores y colonizadores; por mencionar unos pocos ejemplos, ésta figura en las crónicas y en las narraciones de personajes ilustres como Magallanes, Drake, Sarmiento de Gamboa, Van Noort, Anson, FitzRoy, Darwin y Bridges. Sin embargo, en ellas los fueguinos están prácticamente ausentes, y las pocas veces en que se hace referencia a ellos, aparecen como monstruos y novedades o como estorbos y obstáculos al avance del hombre blanco y su civilización. Para la mayoría de los europeos y los estadounidenses que se atrevieron a llegar a esa región, se trataba de un grupo primitivo y desgraciado de salvajes, ateos sin ley que vivían en la miseria (como diría Darwin, eran “los seres más abyectos y desdichados que he visto en parte alguna”), por lo que no merecían tener historia. Cuando por fin comenzaron a ser escuchados, como en las actas de la misión de Ushuaia, fundada en los años setenta del siglo XIX, ya era demasiado tarde y sus oyentes estaban excesivamente influidos por los valores y los prejuicios victorianos. Lo más trágico es que cuando entraron en escena historiadores, antropólogos, arqueólogos y etnógrafos con un enfoque distinto y más comprensivo de la población autóctona, prácticamente no quedaba nadie a quien estudiar. Exterminados por el genocidio cometido desde el cañón de un arma de fuego y por la propagación de enfermedades importadas, gran parte de la historia de los pueblos fueguinos murió con ellos.
En la época en que comienza este relato, en mayo de 1830, no había nada extraordinario en el muchacho llamado Orundellico. De no mucho más de trece años, vivía a orillas del yahgashaga en un agrupamiento abierto de padre, madre, hermanos, hermanas y varios tíos, así como sus respectivas familias. A medida que se acercaba el invierno y los cielos se oscurecían, comenzaron a llegar noticias de las actividades de hombres blancos en la zona. Ese hecho no tenía por qué preocupar a los familiares de Orundellico. Su relación con los visitantes forasteros había sido casi siempre cordial y cuando el 7 de mayo apareció el hombre blanco, lo cierto es que generó poca consternación. La llegada del forastero dio pie al trueque de perros y pescado disecado, piedras brillantes, objetos metálicos y retales muy deseados por los indios.
Avisada de que una gran nave con europeos a bordo surcaba las aguas, la familia de Orundellico embarcó en tres canoas y fue a su encuentro. Portaban pescado y cueros para hacer trueques. Junto a Orundellico viajaban varios hombres a los que habría considerado como tíos, cada uno de los cuales se habría mostrado deseoso de abordar a los extranjeros antes de que cualquier otro grupo de indios llegase hasta ellos. De esa forma, el botín del trueque sería mayor. Por consiguiente, debieron experimentar cierta satisfacción porque, casi sin alejarse de la costa, se toparon a solas con la gran nave, le dieron la bienvenida con sus ofrendas, agitaron los brazos y se golpearon el pecho con los puños. Todo parecía normal, los blancos se mostraron interesados, estudiaron el pescado, ofrecieron baratijas y entonces sucedió lo inesperado. Los detalles básicos están claros: en el transcurso de los minutos siguientes, los forasteros retiraron a Orundellico de la canoa y lo subieron a bordo de su barco. A modo de pago arrojaron a uno de sus tíos un botón de gran tamaño. A continuación, los blancos se alejaron con Orundellico. Lo que no está tan claro es el grado de coacción, el consentimiento o no de los fueguinos a trocar a uno de los suyos y el nivel de comprensión de la transacción. El único relato de que disponemos sobre ese momento corresponde a Robert FitzRoy, comandante del “Beagle”, que estaba a cargo del ballenero en cuestión. Su informe del 11 de mayo de 1830 dice así:
... seguimos nuestro trayecto, pero nos detuvimos cuando en la angostura avistamos tres canoas llenas de indios deseosos de hacer trueque. Les dimos unas pocas cuentas y botones a cambio de pescado; sin haberlo previsto dije a uno de los muchachos que iba en una canoa que subiese a nuestro barco y entregué al hombre que lo acompañaba un botón de nácar grande y brillante. El joven subió directamente a mi barco y se acomodó. Al notar que él y sus amigos parecían satisfechos, seguí mi camino mientras una ligera brisa arreciaba y nos hacíamos a la vela. Pensé que ese suceso accidental podía resultar útil tanto para los indígenas como para nosotros y decidí aprovecharlo...
No hay forma de comprobar la fiabilidad del relato ni de saber si Orundellico trepó contento a la gran nave o si lo arrancaron de los brazos de su tío mientras gritaba y pataleaba. FitzRoy no sabía yámana y los fueguinos no hablaban inglés ni lo entendían. Lo más probable es que éstos no comprendiesen lo que estaba a punto de ocurrirle a Orundellico... y en el caso de haberlo sabido, ¿realmente lo habrían vendido por un botón de poca monta? Se lograra como se lograse el rapto, FitzRoy era muy consciente de que, de haber ordenado a sus hombres que apresasen al joven y lo retuvieran a bordo contra su voluntad, habría cometido un secuestro, acto por el que, según cabría esperar, sería gravemente castigado. En ese caso resulta harto improbable que estuviera dispuesto a reconocerlo en su informe oficial. Como posterior elaboración y justificación de su comportamiento, FitzRoy escribió que el nuevo cautivo “parecía satisfecho con el cambio e imaginaba que se dedicaría a matar guanacos o wañakäye, tal como los llamó, ya que se encontraban cerca de ese sitio”.
El “Beagle” navegó velozmente hasta una playa en la que montaron el campamento para pasar la noche. Sin duda, Orundellico comprendió enseguida que no participaría en una cacería de guanacos. Cedido voluntariamente por sus padres o apresado por los trocadores ingleses, en su caso las consecuencias fueron las mismas: estaba secuestrado. En aquel instante crítico en el que pasó de una embarcación a otra, Orundellico cruzó una barrera invisible. En su nueva existencia se iría desprendiendo de su identidad fueguina: la vestimenta, las costumbres y la lengua. En primer lugar, los captores le arrebataron el nombre. A medida que el joven subía al barco, Orundellico se convertía en Jemmy Button.
FitzRoy era partidario a ultranza de la disciplina rigurosa y confiaba en la justicia firme pero ecuánime. Consideraba que los castigos siempre debían estar en consonancia con la falta cometida. Muchos hombres sufrieron azotes en el transcurso de las dos travesías del “Beagle” bajo su mando, pero se jactaba de que todos habían entendido el objetivo del castigo y su equidad. Si no fue querido por los que lo rodearon, indudablemente fue respetado porque lo consideraron un hombre de principios que cumple con su palabra. Si a ello sumamos su energía inagotable, la tripulación encontró en FitzRoy a un individuo que mandaba con el ejemplo, a un comandante que jamás eludió su responsabilidad y que siempre fue el primero en abordar la ardua tarea de mantener la nave a flote y en el rumbo que correspondía.
De todas maneras, por mucho que exhibiera la confianza y la seguridad en sí mismo, propias de su condición social, también mostró gran parte de la fragilidad de temperamento que caracterizaba a los de su clase. Se trataba de una persona voluble e imprevisible, características que posteriormente se convertirían en inestabilidad. A los sombríos estados de ánimo que lo colmaban de dudas sobre sí mismo, insatisfacciones y depresión los llamaba “los demonios de la tristeza”. En 1822, su tío, Lord Castlereagh (que había sido secretario del Foreign Office), se había rajado el cuello, hecho que lo marcó profundamente. Seis años después se dirigió a uno de los lugares más lóbregos del mundo para sustituir al comandante de una nave que también se había quitado la vida. El resultado fue una causticidad inesperada y un temperamento tajante, capaz de despellejar al más robusto de los marinos. Esa cólera caprichosa despertó la inquietud del círculo de oficiales más próximo, que con bastante frecuencia pusieron en duda su cordura. Crearon códigos y señales de advertencia con los que evaluaban su estado de ánimo. Por ejemplo, los oficiales que entraban de guardia inquirían por el humor del capitán, preguntando “cuánto café caliente se ha servido esta mañana”.
El botín de fueguinos de FitzRoy ascendía a cuatro: Fuegia Basket, York Minster, Boat Memory y Jemmy Button. Después de acampar en tierra con sus apresadores, el muchacho fue trasladado al “Beagle” y vivió un humillante encuentro con los otros fueguinos, que se burlaron de él y lo insultaron. Para Orundellico, la reunión resultó angustiosa, aunque a FitzRoy le causó gracia: “Nuestros fueguinos estaban de excelente humor y el encuentro entre ellos y Jemmy Button fue bastante extraño: se rieron de él, lo llamaron ‘yapu’ y nos dijeron claramente que le pusiésemos más ropa”.
Vistieron y alimentaron a Jemmy, y por mucho que se esforzaron para que se sintiese cómodo, es indudable que los primeros días de cautiverio debieron ser difíciles para el yámana. Ya había pasado varias jornadas lejos de su familia, en compañía de desconocidos con ropa extraña, una lengua incomprensible y costumbres peculiares. Por último, había abordado su nave y no sólo esperaban que conviviese con los forasteros en un espacio reducido sino, además, con tres miembros burlones de una tribu enemiga.
La presencia de Jemmy contribuyó a aclarar las ideas de FitzRoy. Decidió trasladar a los cuatro a Inglaterra “con la certeza de que, a largo plazo, los beneficios de que conociesen nuestros hábitos e idioma compensarían la separación transitoria de su país”. Reconoció que no era ésta su intención primera, pero la alegría evidente de los cautivos, su buena salud y el descubrimiento de la profunda animosidad intertribal no sólo lo alertaron de las ventajas potenciales del rapto (para educarlos y devolverlos a Tierra del Fuego a fin de que cumplieran la función de defensores de la civilización e intérpretes de los barcos ingleses de paso) sino de los peligros que conllevaba no hacerlo.
Los fueguinos no fueron tratados como especímenes dignos de estudio: no existen pruebas de que se sometiese a Jemmy, a York y a Fuegia (Boat Memory había muerto poco antes de viruela) a análisis físicos o anatómicos, si bien diseccionaron el cadáver conservado que trasladaron desde Tierra del Fuego en la bodega del “Adventure”. FitzRoy estaba muy interesado por la seudociencia de la frenología (la creencia de que el tamaño, la forma y la protuberancia de la cabeza revelan el carácter y el estado mental de las personas), por lo que a finales de 1830 los hizo examinar por un frenólogo. Los resultados de Jemmy Button fueron los siguientes:
Orundellico (Jemmy Button), fueguino de quince años.
El 2 de julio de 1831, el Royal Devonport Telegraph publicó el siguiente artículo:
El “Beagle”, el bergantín de Su Majestad que en octubre pasado se despidió de este puerto, vuelve a estar en servicio y al mando del último, galante e infatigable comandante Robert FitzRoy, con el fin de terminar el examen del extenso continente... Por lo que sabemos, tras aprender algunas de las artes más útiles, los nativos de Tierra del Fuego traídos por el comandante FitzRoy retornarán a su tierra natal a bordo del “Beagle”.
Aproximadamente para las mismas fechas, Robert FitzRoy recibió una visita muy especial. El coronel John Wood desempeñó la función de peculiar mensajero de la casa del rey y le entregó una invitación de sus majestades, el monarca Guillermo IV y la reina Adelaida. La noticia de la existencia de los fueguinos había llegado al palacio de Saint James y querían verlos en una audiencia privada.
En ningún lado figura en qué fecha tuvo lugar o cómo se desarrolló. Las idas y venidas cotidianas de la corte, que la prensa matutina solía describir con todo lujo de detalles, no incorporan la visita de los fueguinos. Guillermo era básicamente un rey burgués y la audiencia con los fueguinos resultó menos protocolar de lo que cabía esperar. El encuentro supuso un gran honor para FitzRoy y los indios a su cargo. Daba la sensación de que, por fin, se reconocerían las mil quinientas libras invertidas en sus protegidos. En algún momento del verano de 1831, Jemmy y sus compañeros fueron trasladados en carruaje de Walthamstow a Londres y franquearon las verjas del palacio. Desde allí los escoltaron, en medio de un fausto que superaba todo lo que habían imaginado hasta entonces, a la presencia del rey, que los aguardaba impaciente en uno de los salones de Estado.
En contra del protocolo, es probable que el soberano diese la mano a los cuatro y les preguntara cómo estaban. Seguramente los hicieron sentar alrededor de una mesa pequeña y les sirvieron té con galletas.
FitzRoy estaba impaciente por consignar el interés que tanto el rey como la reina manifestaron por su proyecto.
Su Majestad hizo muchas preguntas sobre su tierra y sobre ellos mismos. Espero que se me permita comentar que, durante el mismo espacio de tiempo, nadie salvo Su Majestad me planteó tantas preguntas sensatas y pertinentes con respecto a los fueguinos y a su país, y también relacionadas con el reconocimiento topográfico que me habían encomendado.
La reina Adelaida no era como su marido. Austera y enemiga implacable de la reforma, en poco tiempo se había convertido en la mujer más impopular de Inglaterra. Defensora acérrima del duque de Wellington, para muchos era la María Antonieta inglesa. Por otro lado, su personalidad tenía una faceta amable, modesta y menos pública. Había perdido dos hijos (un aborto espontáneo y una hija que vivió un día) y, por consiguiente, la posibilidad de ofrecer un heredero a su marido. Esa peculiaridad influyó en el modo en que trató a los fueguinos y se manifestó mediante “actos de amabilidad sincera que apreciaron y que jamás olvidarán...”.
Fuegia le cayó extraordinariamente bien. Durante la audiencia, la reina abandonó por unos minutos el salón. Regresó con uno de sus sombreros y lo colocó sobre la cabeza de Fuegia. “A continuación, Su Majestad puso un anillo en el dedo de la niña y le dio dinero para comprarse vestidos antes de abandonar Inglaterra y regresar a su tierra”, recuerda FitzRoy.
La reunión fue breve, pero pausada. En los fueguinos causó una impresión tan imperecedera que años después la recordarían y seguirían relatándola.
El “Beagle” soltó anclas cerca de la playa de la bahía de Wulaia en un día claro y ventoso de principios de marzo de 1834. Habían transcurrido trece meses desde la última y optimista despedida del capitán FitzRoy. En el ínterin había cartografiado los extremos orientales de Tierra del Fuego, comprobado y vuelto a comprobar la longitud de la Patagonia y hecho escala en Buenos Aires, Montevideo y las islas Malvinas. Prácticamente terminadas las labores de reconocimiento en el sector atlántico, FitzRoy aprovechó los vientos favorables y los cielos despejados para convertirse en el primer capitán que se internó en barco por el canal de Beagle.
Nadie había olvidado a los fueguinos y en los momentos de mayor tranquilidad muchos tripulantes habían pensado en ellos con intensa preocupación. El 3 de diciembre de 1833, Darwin escribió a su hermana Susan: “Será muy interesante y me temo que también doloroso ver al pobre Jemmy Button y a los demás. Supongo que los encontraremos desnudos y medio muertos de hambre... si es que no los han devorado durante el último invierno”.
Los primeros días de febrero, el “Beagle” llegó a Puerto Hambre, en el estrecho de Magallanes. De allí pusieron rumbo a la bahía Nassau y el paso Gore a fin de adentrarse en el canal.
Al ocupar la embarcación para desplazarse a remo a la orilla, FitzRoy se preparó para recibir malas noticias. Sus temores estaban justificados: las chozas estaban vacías y hacía mucho que las habían abandonado. Caminó decidido hasta la embarcación y retornó al “Beagle”.
A medida que pasaban las horas, FitzRoy caminaba de un extremo a otro de la cubierta superior. A lo lejos avistó tres canoas, la primera de las cuales portaba una bandera deshilachada, que se desplazaron a gran velocidad desde una isla pequeña. En cuanto se aproximaron reconoció a Tommy Button, el hermano de Jemmy, pero, como escribió a su hermana, “no pudo distinguir al otro individuo, pese a que estaba seguro de que lo conocía bien. Por fin me vio y en la forma en que se llevó la mano a la cabeza como un marino que se toca la gorra, reconocí a mi pobre y pequeño amigo Jemmy... tan cambiado”.
El joven fueguino iba desnudo, salvo por el nudo de tela que le cubría recatadamente la entrepierna. Estaba demacrado, con el pelo largo y enmarañado, y los ojos con una costra de ceniza de humo de leña. Del muchacho fornido y sumamente acicalado de antes, ahora sólo quedaba la sombra de su antiguo ser. Jemmy se avergonzó hasta tal punto de su aspecto que, cuando la canoa se acercó al barco, le volvió la espalda.
El fueguino subió a bordo del “Beagle”, saludó cariñosamente a sus antiguos compañeros y a toda velocidad lo trasladaron bajo cubierta para asearlo y vestirlo. Media hora después comía sentado a la mesa del capitán, “usando el tenedor y el cuchillo y conduciéndose en todos los aspectos como si sólo se hubiera separado de nosotros el día anterior”. Su inglés era tan bueno como siempre; se acordaba de todos, y dio rienda suelta a su alegría por el encuentro. Repartió los regalos que había traído para ellos: un par de pieles de nutria cuidadosamente curtidas, una para FitzRoy y la otra para Bennet; el arco y el carcaj lleno de flechas para Jenkins, el maestro de Walthamstow, y dos puntas de lanza que había confeccionado para Darwin.
Jemmy no buscó compasión. Aseguró que su vida era buena. Desde que había abandonado el “Beagle” no había estado enfermo un solo día y, por el contrario, se sentía mejor que nunca. “Señor, estoy sano, nunca mejor”, comentó con el capitán quien, por su aspecto, dedujo que había estado enfermo.
Cuando le propusieron que regresase a Inglaterra con el barco a fin de continuar su educación en el punto en que la había dejado, Jemmy repuso que no tenía el menor deseo de retornar ni de cambiar de estilo de vida. Seguiría donde estaba, en el lugar al que pertenecía.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.