Domingo, 15 de mayo de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Son tiempos de debate: aborto, salud reproductiva, educación sexual, fundamentalismos religiosos, son parte de una agenda actual. En este contexto acaban de aparecer dos libros de peso para empezar a encararla: Fornicar y matar (Planeta), de Laura Klein, se centra en el problema del aborto, mientras que En nombre de la vida, de Marta Vassallo (publicado por Católicas por el Derecho a Decidir), enfoca la tensión entre moral sexual y catolicismo. Radar aborda la lectura crítica de ambos.
Por Marta Dillon
“En un segundo plano, apartadas del centro de la escena, unas cuantas mujeres callaban y escuchaban. Ellas habían sido invitadas para hablar, pero no para decir lo que pensaban sino para testimoniar lo que habían hecho”, este retazo del prefacio del libro de Laura Klein, suficiente sin embargo para imaginar un estudio de grabación con tribuna y opinadores al estilo de los viejos talk shows, termina cuando una de esas mujeres dice: “No entiendo de qué están hablando”. No entiendo de qué están hablando, repite Klein en el texto y abre una dimensión (una provocación, también) que si bien es buscada por el periodismo como golpe de efecto, suele quedar obturada por las y los voceros de la contienda política que significa el aborto en su status legal o ilegal: la experiencia de las mujeres que abortan, más allá de las condiciones materiales. Ellas (nosotras) lo hacen (lo hacemos). Es un poder que nadie otorga, se ejerce a pesar de los riesgos que pueda implicar y a pesar de que ese poder se encuentre legislado como posibilidad o como delito. Y este mismo poder, inquietante tanto para quienes lo reconocen como propio como para los otros a los que les resulta ajeno, es el que Laura Klein planta en las narices de quienes leen Fornicar y matar. Ni la condena a la clandestinidad ni la posibilidad de perder la propia vida o incluso la libertad en términos de condena han evitado nunca que las mujeres aborten cuando no quieren tener un hijo ¿o sería más cómodo decir cuando quieren “interrumpir un embarazo”? Parece lo mismo, pero no lo es, ya que la segunda opción diluye el yo de quien aborta y apunta directamente a un ciclo biológico mientras que la primera se opone a poner el cuerpo en una relación de dos cuando todavía se puede ser una.
De estos matices se ocupa el libro de Klein, escarbando en los lugares comunes del debate con minuciosidad quirúrgica y también cuestionando esos sitios a los que suele acudirse como a puertos seguros cuando todo lo demás trastabilla: los derechos humanos, por ejemplo. No hay nada tranquilizador en este texto, salvo, quizá, la revisión histórica que desmiente la naturalización de ciertas parejas de sentido: Iglesia Católica-defensa de la vida, aborto-pecado, embrión-ser humano; e incluso progresismo-bueno (como simplificación mayúscula, aunque los lectores de este diario puedan entender rápidamente la referencia). Para eso, la autora se vale de los discursos y los contradiscursos a favor y en contra de la despenalización del aborto de una manera tan exhaustiva que a veces las palabras que se creían aprendidas comienzan a sonar extrañas, como en el juego de niños que de tanto repetirlas, las deforma.
¿QuE quiere?
¿Qué quieren? reza uno de los subtítulos del capítulo “El aborto del debate”. La pregunta podría también volverse hacia la autora. ¿Qué quiere? Si de lo que se trata, a lo largo del libro, es de reestablecer el valor de la experiencia más allá de los discursos que la enuncian y de la ciencia que la explica, valga la de circular por cualquier medio de transporte con el libro abierto para verificar el efecto de provocación inmediata que produce su título (y de incomodidad de quien lee y siente sobre sí las miradas ajenas). Pero estas dos palabras, fornicar y matar, van más allá de la provocación misma (que es evidente) y tienden a reestablecer el lazo entre sexo y aborto (o antes que eso, entre sexo y embarazo): “La reproducción sexual introduce la muerte en el mundo, se suceden las generaciones; el erotismo introduce la vida en la muerte, nos trastorna la vida, la torna sagrada”, escribe Klein. Si los discursos a favor del derecho al aborto o de la despenalización del aborto hablan de la autonomía de las mujeres y su derecho a tener control sobre su propio cuerpo ¿cómo recuperar a nuestro favor la experiencia erótica? ¿Cómo reivindicar la posibilidad de perderse de sí y en otro cuerpo si acto seguido levantaremos la única bandera de la autonomía y el control individual? El dilema, entonces, se traslada de la libertad de las mujeres para decidir, a sobre qué deciden. Y es ahí donde aparece la figura del embrión (al que Klein llama a lo largo de todo el libro y también provocadoramente Zigoto, así, con mayúsculas). ¿Es un puñado de células similar a un quiste? ¿Es una persona, aun una persona por nacer? Los discursos en este punto se vuelven pantanosos, sobre todo porque la ciencia ha ido cambiando la categoría del embrión a la luz de sus propias lámparas. Por qué, se plantea Klein, hay alguien que pueda negar la diferencia entre perder un embarazo y perder un hijo? Es más que probable que a lo largo de su vida una mujer pierda más de un embrión sin siquiera haberlo notado y sin embargo no hay duelo alguno por esta pérdida –salvo cuando el embarazo se busca y no llega–. Sin embargo los “antiabortistas” (como llama la autora a los que se autotitulan provida) hablan de persona desde el momento mismo de la concepción y no sin astucia recurren a la genética para apoyar su reclamo. Hay que creer en la ciencia, casi como en un dogma. Pero “¿Por qué es más difícil sustentar algo que todos sentimos encarnado en la experiencia que una verdad fríamente prendida a nuestra vida con los alfileres del dato? Un preocupante cuadro de época”, plantea Klein.
Y lo peor –al menos para quien esto escribe– es que los argumentos progresistas que buscan la despenalización del aborto cada vez tienen (tenemos) más dificultades para construir una narración con un peso específico similar a la de los antiabortistas que hasta han filmado películas en las que “Zigoto” grita, se retuerce y muere (aun cuando acá les importe tres belines que la ciencia dice todo lo contrario). Es más, cuando se enhebran esas narraciones todas apuntan a la victimización de las mujeres, ya sea por pobres o por “presas” de embarazos no deseados y hasta víctimas de la figura de “embarazo forzoso” a la que Klein fustiga con apasionamiento. Si el embarazo forzoso (es decir, el que no se desea y no se puede interrumpir) se constituye en violencia tanto para la madre como para el posible hijo o hija, y se plantea desde ese discurso que “ser concebido desde el deseo debería convertirse en el primer derecho a una vida digna para nuestros hijos/as” (según un texto de Susana Chiarotti, Mariana García Jurado y Gloria Schuster), Klein opone: “Primacía de la elección voluntaria como si fuese idéntica al deseo, como si yo fuese la que más me conozco. Como si mi cuerpo no hablase también de mí, de mis terrores de lo inconsciente y no siempre en la misma dirección que mi voluntad consciente o que mi discurso”. La pregunta entonces es válida: “¿Qué significa el adjetivo voluntario aplicado a maternidad o paternidad? ¿Podría aplicarse también al amor o la amistad?”.
Los derechos humanos
como derrota
Laura Klein deja en claro que más allá de toda discusión formal, no hay ley que considere en el mismo plano al no nacido y ni siquiera en términos de penalidad a quien evita un nacimiento o (para evitar el eufemismo), a quien provoca un aborto en el cuerpo de otra o en el propio cuerpo. Incluso es mucho más benigna la ley con quien provoca la muerte de la mujer abortante que con quien comete un homicidio simple. No se trata de dar ideas a legisladores y legisladoras antiabortistas, sino de dejar en claro, según Klein, cómo los códigos dicen acerca de la experiencia de las mujeres. Y revisa otras figuras particulares e inquietantes por la dimensión que han tomado en las actuales estrategias que buscan legalizar el aborto: el aborto terapéutico –que se realizaría al amparo de la ley cuando está en peligro la vida de la madre–, el eugenésico –que refiere a la mujer idiota o demente embarazada– y el “sentimental”, según la palabra usada en ámbitos jurídicos para referirse al embarazo producto de una violación. La autora mete el dedo en una llaga invisible (¿invisibilizada?) cuando se pregunta cómo se consideran a algunos abortos como no punibles cuando los desgarros en contra de la despenalización habían hablado antes de “vidas inocentes”, pero cuestiona a las feministas que intentan ampliar los márgenes del “riesgo para la vida o la salud de la madre” usando la definición de la Organización Mundial de la Salud. Esto, insiste, anula la experiencia de quien aborta porque no puede llegar al parto y la homologa a la de quien no quiere hacerlo. Claro que es con estas estrategias que se podría mejorar la vida de muchas mujeres, otra vez ajenas a este debate.
Uno de los tramos más inquietantes de Fornicar y matar es cuando desarma el discurso de los derechos humanos y los retrotrae a su origen como mea culpa después de los genocidios del siglo XX, que es cuando aparece la defensa de la vida como derecho. Y ahí se enfrentan vida y libertad, ya que si el embrión empieza a escalar hacia el rango de individuo, la libertad de unas atenta contra la vida de los otros. En este verdadero tratado de ética, como lo llamó Horacio González en la presentación del libro, queda claro que el dilema no es la despenalización –y sobre todo esa pregunta que si bien se reformula todo el tiempo tiende a cristalizarse: ¿a favor o en contra?– sino la diferencia entre poder y derecho de las mujeres a abortar. Y, más solapadamente, si abortar significa dar muerte y a quién.
Estas cuestiones no se delimitan en el libro de Klein –mucho menos en este comentario– ya que la provocación apunta a ramificar un pensamiento que a simple vista parece tener sólo dos caminos. Pero valga para terminar un párrafo que a mi criterio habla con precisión, justamente, de la experiencia: “Al Otro no lo podemos matar... La mujer que aborta no quiere que ese embrión llegue a ser otro, por eso aborta. Es para ellas (sólo para ellas) que el embrión tiene esa fuerza de existir como otro”.
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