Domingo, 21 de agosto de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
La edición simultánea de El búho encantado de Francisco Gandolfo (Interzona) y La novela luminosa de Mario Levrero (Alfaguara, Montevideo) pone nuevamente en circulación dos de las obras más originales que comenzaron a gestarse en el Río de la Plata en los años ’70. Este punto de coincidencia, si bien es un golpe de azar, permite rastrear la amistad de los dos escritores sostenida en quince años de correspondencia y una desconfianza compartida hacia las formas consagradas de la narrativa y la poesía.
Por Osvaldo Aguirre
Es una coincidencia, pero si pudieran encontrarse, si pudieran escribirse cartas como hicieron durante años, se regocijarían y descubrirían alguna clave de su amistad en ese golpe del azar. A fines de este mes, en Buenos Aires y Montevideo respectivamente, aparecen simultáneamente dos libros de escritores que siempre se movieron en los márgenes del circuito editorial y del reconocimiento académico y periodístico. Francisco Gandolfo (Hernando, Córdoba, 1921) vuelve a las librerías con El búho encantado y Mario Levrero (Jorge Varlotta, Montevideo, 1940-2004) publica La novela luminosa. Se trata de libros extraños a las pautas de sus géneros: un libro de poemas que se lee como una sucesión de relatos breves y una novela que incluye el diario de su propia escritura. Los autores han sido inexplicablemente retaceados a los lectores argentinos. Después de Espacios libres, una antología que publicó Puntosur en 1987, Le- vrero no volvió a ser publicado en Buenos Aires, aunque mantuvo un intenso ritmo de producción. El búho encantado es uno de los cinco libros inéditos de poesía que tiene armados Gandolfo, cuyo último título, Las cartas y el espía, apareció en Rosario, donde vive, en 1992.
El poeta y el novelista se conocieron en 1969, cuando Levrero pasó unos meses en Rosario y se hospedó en la casa de Gandolfo, donde funcionaba la imprenta familiar y se editaba El lagrimal trifurca, la revista literaria que dirigían Francisco y Elvio E. Gandolfo, su hijo mayor. Pero el momento decisivo en la amistad y en la intensa relación epistolar que los vinculó fue la publicación de El sicópata, versos para despejar la mente (1974), el segundo libro de poemas de Gandolfo. El primer lector que captó la singularidad de ese libro fue Levrero. “Dentro de la poesía actual, que me es ajena –le escribió–, lo suyo tiene de particular y original el mostrarse a usted mismo. De lo que he visto por ahí, siempre he recibido la impresión contraria, de poetas escribiendo para ocultarse.” Pero sobre todo destacaba el carácter narrativo –completamente desusado en la poesía de la época– de los textos de Gandolfo y confirmaba el valor “terapéutico” señalado por el subtítulo: “A mí me hizo bien, me está empujando nuevamente a crear”. No era una impresión subjetiva: un escritor tan distinto como Bernardo Verbitsky también reconoció allí “un libro suscitador, en el sentido de que promueve ganas de escribir”.
El sicópata pasó desapercibido para la crítica, pero no para los lectores de poesía, que evidentemente existían en los años ’70, ya que agotaron la edición. Francisco Gandolfo descubrió su inesperado éxito “como un niño asombrado”. En una carta de febrero de 1976, después de recorrer librerías de Buenos Aires y cobrar los ejemplares vendidos (“en Galatea me dijeron que había sido el best seller de poesía”) escribió: “Me quedan en casa solamente 20 ejemplares que pienso conservar para cuando me interese darle a alguien. Te aseguro que me da una gran alegría cuando me dan guita (aunque sea una miseria) por mis versos. Es como si me dijeran qué lindo es usted, tome por su belleza. También es una hermosa satisfacción comprobar que no se vendió ni un volumen en la librería de la Facultad de Filosofía y Letras y sí los de la Terminal de ómnibus, el aeropuerto y un quiosco”.
El recurso del humor, en un registro particular que asociaba la inocencia y la ternura y remitía a Macedonio Fernández y Chamico, como señaló Daniel Freidemberg en una solitaria reseña, apareció como un rasgo innovador. En una de sus cartas, Francisco cuenta una lectura pública, en que las risas del público fueron in crescendo, al punto de que se desataban simplemente cuando leía el título del poema. “Llegué a ese libro –escribió en otra carta– después de 30 años de renegar con la poesía, como si se tratase de algo inconquistable.” Esa historia previa fue narrada por Elvio E. Gandolfo en el relato “Filial” (incluido en Cuando Lidia vivía se quería morir, 1999): aunque escribió desde joven, Francisco completó su educación secundaria siendo un adulto, estuvo distante de grupos literarios y prácticamente permaneció inédito. La lectura de César Vallejo (“me enseñó cómo hablar al corazón y a la mente”) y Nicanor Parra actuó como principal disparador de su verdadera escritura, que comenzó, tras la destrucción de la producción previa, con el libro Mitos (1968). En El sicópata presentó una estructura que en lo esencial mantuvo en los restantes libros y que se observa en El búho encantado: la organización del conjunto en secuencias, que se despliegan como variaciones de un tema e integran los poemas en una unidad narrativa. “Usted no escribe poemas sino novelas”, le dijo Levrero.
La gestación de la obra literaria de Francisco, la relación ambigua de Levrero con sus editores (“de todos los hijos de puta debe ser el más”, dice de uno, y por otra parte reconoce a quienes se ocuparon de difundir su obra, como Bernard Goorden y Marcial Souto), su desarrollo como escritores, sus felicidades y sus decepciones, quedaron registrados en la correspondencia que mantuvieron con ritmo frecuente hasta 1985. El intercambio continuó también a través de encuentros ocasionales en Piriápolis, Montevideo y Buenos Aires. Así, Levrero se convirtió en el consultor permanente antes de la publicación de cada libro. Francisco le reconocía un sentido crítico despiadado, que ejercía con raptos notables de inspiración. Después de advertir sobre la “jerga politicoide” en boga en los ‘70, por ejemplo, le dijo: “Cuando una palabra ha sido manoseada, o bien no debería usársela o bien habría que restituirle de alguna manera su significación primitiva (o ubicarla en un contexto que no deje lugar a dudas)”.
Pasaba que, llevado por el entusiasmo, Francisco había anunciado que su próximo libro iba a llamarse Marxismo erótico, poemas joviales que mantendrán erecta su atención. Levrero lo convenció de desistir de ese título y el texto se publicó como Poemas joviales (1977). En cambio el uruguayo no se mostró tan atinado en el siguiente libro: quería que Gandolfo lo titulara Psicografías, pero apareció como El sueño de los pronombres (1980), que fue el nombre que le dio Raúl Vera Ocampo al publicar un adelanto de los poemas en el suplemento cultural del diario La Opinión. Este libro surgió a partir de una lectura sistemática de Sigmund Freud y su escritura se consumó en un lapso de tres meses, a partir de una madrugada, cuando Francisco se despertó por un sueño y lo convirtió en el primer texto de la serie.
Almas gemelas
Jorge Varlotta adoptó el nombre de Mario Levrero en 1966, cuando escribió los primeros textos literarios que le parecieron satisfactorios. El juego con distintas personalidades es recurrente en su obra, y también en su correspondencia. Se sentía obligado a contestar como amigo, como escritor y como “sacerdote o psicólogo”. Esta última faceta resulta una de las más desarrolladas, y tenía un correlato en la experiencia del propio Levrero, que fue narrando, de modo fragmentario, a través de distintas cartas: en marzo de 1976 anuncia que parte a un retiro espiritual en un balneario, en su “primer intento formal de aproximación a la iglesia católica”, pero luego revela que todo terminó en broma, durante un festejo de carnaval; en octubre de 1977 dice que se encuentra “en el peligroso terreno parapsicología-psicoanálisis, lo cual es intentar abarcar demasiado”; y en escritos posteriores profundiza su interés por la primera “disciplina”, que derivó en su Manual de Parapsicología (1980). En este marco arriesgó diagnósticos sui generis y leyó la grafología de Francisco: “Lo muestra bastante equilibrado –observó el 6 de diciembre de 1977–: tal vez con necesidad de ejercicios de respiración profunda y mente en blanco”. La cuestión retornó en El discurso vacío (1996), la historia de una “autoterapia grafológica”, en que Levrero se proponía hacer ejercicios caligráficos para mejorar su letra, como una forma de componer su estado espiritual. Después de leer Poemas joviales, Le- vrero propuso una “sugerencia terapéutica” a Gandolfo: “ensayar un canto a las cosas cotidianas”. Y al recibir los primeros esbozos de El sueño de los pronombres le exigió un encuentro personal, ya que no podía hacer su interpretación por correspondencia. En base a conocimientos adquiridos “en una larga lucha conmigo mismo”, observaba en la obra de Francisco “desde hace unos cuantos años, un inconsciente que busca liberarse, y no sabe cómo”. En el desarrollo de su poesía “se da un poco el juego de temas que van aflorando a lo largo de una terapia”. Y se preguntaba cómo había sido la relación con el padre para entender por qué “se siente obligado a reprimir y a destratar (como psicopática) su bella personalidad secreta de trovador”.
El recuerdo del padre era doloroso, ya que murió cuando Francisco era chico y dejó a la familia en la pobreza, pero no traumático. Al contrario, afirmaba un antecedente de la propia escritura: “De mi padre –dijo– sé que leía novelas a ruedas de inmigrantes analfabetos y publicaba hojas describiendo curas, que lograba aplicando métodos naturalistas estudiados en gruesos volúmenes”. Por otra parte, la reacción de Levrero se explicaba también en el trance del reacomodamiento a un cambio y a una nueva línea de lecturas. Con El sueño de los pronombres, Francisco iniciaba una etapa diferente, “con la sorpresa para mí mismo de haber perdido el humor, tal vez cumplido ya su ciclo en mi poesía (...): de cualquier manera, con o sin humor, siempre he escrito en serio”.
Levrero entendía en términos propios el carácter terapéutico del arte. Escribir, en su concepción, significaba transmitir una experiencia espiritual que caía fuera de las formas habituales de percepción. Estaba convencido de que los versos de Gandolfo, en efecto, “despejaban la mente” y servían “para ubicar la propia angustia y evitar estados depresivos, un trampolín para saltar de la ‘realidad’ a la realidad, enderezar la columna y poder creer en algo”. El punto de partida de su obra póstuma se encuentra en esta constelación de ideas. Según explica en el “prefacio histórico”, La novela luminosa comenzó a germinar tras la conversación con un amigo. “De acuerdo con mi teoría –dice–, ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel. Mi amigo había insistido en que si la escribía tal como yo se la había contado esa noche, tendría un hermoso relato; y que no sólo podía escribirlo, sino que escribirlo era mi deber.”
El origen de la escritura de Francisco Gandolfo remite a una preocupación similar por interrogar lo insondable, lo que se resiste a ser develado. “Estoy marcado por experiencias místicas o metafísicas y a la vez atraído siempre hacia ellas, que me resultan misteriosas, ocultas, inexplicables”, dijo. Presencia del secreto (1987), un deslumbrante librito de prosas poéticas, es quizá su aproximación más intensa al respecto. La escritura aparecía entonces como la liberación de “una carga de energía”, un estado de iluminación que se posesionaba de él y le exigía trabajar hasta agotarlo por completo.
Se reconocían como almas gemelas porque tenían una misma concepción de la literatura y sentían el mismo hartazgo ante las formas consagradas. “La modalidad crítica no que escucho sino que percibo con mayor interés –dijo Gandolfo– es la resistencia social a lo que escribo, empezando a veces por familiares, siguiendo con gente del barrio y ampliándose así, por supuesto de modo muy limitado, pero llegando hasta los selectos y difusores círculos que saben olvidar o evitar lo ‘malo’. Esta resistencia que siento o imagino que existe me carga de energía para seguir escribiendo.” Y en particular: “Gozo cuando molesto lo seguro, esquemático, oficiosamente cultural”.
Levrero fue integrado en principio por la crítica con el título de raro, es decir, en un lugar separado. Gandolfo se asumía como autor tardío (publicó su primer libro a los 46 años; y ahora, a los 83, consigue por primera vez que una editorial acepte publicar un texto suyo) y no se reconocía como parte de ninguna generación ni movimiento poético. “El escritor es un jodido solitario”, confirmaba, por su parte, Levrero. Parte de sus referencias fundamentales eran textos sin valor para el sentido común: los poetas del tango y del folklore, en el caso de Francisco; las historietas, los pulps y los libros de cuentos de editorial Tor, en Levrero.
Papa de la antipoesia
“Esto que usted me ha enviado no es poesía (...), es un objeto vivo que está en el mundo”, anotó Levrero en una carta de 1979. E insistió: “Se me ocurre que hace ya bastante tiempo que usted ha dejado de ser poeta. No sé cómo se llama eso que usted hace. Me parece imprescindible que exista y que haya alguien que lo haga”. Como Francisco creyó entender que había allí un juicio negativo, a vuelta de correo Levrero aclaró: “La palabra cosa u objeto me parece de mayor categoría que poema”. Y en otro pasaje lo consagró como “novelista, Papa de la antipoesía argentina, quintacolumnista de la prosa”.
Ese mismo año, Gandolfo preparó dos originales –una versión de El sueño de los pronombres y una antología de sus libros anteriores– y los presentó en cinco editoriales porteñas. Los editores, contó después en una carta a su amigo, quedaron “todos encantados, pero decididos a muerte a no arriesgar un solo peso en poesía”. De ahí “mi decisión inmediata de volver a autopublicarme, pero esta vez sin problema de venta, cansado de andar detrás de la miserable venta de mis libros”.
La decepción era palpable. “Le ruego que siga insistiendo, sin desfallecer por negativas editoriales –le pidió Levrero–. Aquí hay algo nuevo, un objeto respetable y saludable, imposible de encasillar en algún género, con un funcionamiento propio dentro de reglas de juego propias.” Plenitud del mito (1982), libro que incluyó una extensa serie de poemas sobre fragmentos de Heráclito, constituyó para él la consolidación definitiva de la obra de Gandolfo: “Por fin logró salirse de todos los carriles; si tal vez nunca lo suyo pudo llamarse poesía, tampoco a esto se le puede llamar novela, ni tratado filosófico y, de pronto, lo que uno encuentra es el auténtico impulso poético”. Pero a la vez le advertía: “Cuidado con sentirse realizado, porque eso mata. Piense que recién empieza, recién está pisando el umbral”.
En 1985 Francisco Gandolfo concibió un proyecto extraño, de difícil comprensión: pasar a prosa sus libros de poesía, para tentar suerte otra vez en el mercado editorial. Elaboró así nuevas versiones de El sicópata, El sueño de los pronombres y parte de Poemas joviales y se las envió a Levrero. “Una de mis intenciones al armar este original –explicó– fue la de tratar de librarme de mi yo, quizá debido a que últimamente reniego de ese pronombre al escribir.” Sin embargo el personaje de El sicópata había resistido la operación, por lo que optó por transcribir los poemas como entrevistas. La opinión de Levrero fue, como siempre, contundente: esos textos eran “una buena transcripción o traducción de lo ya leído, de un lenguaje a otro muy parecido, si no el mismo” pero no tenían nada que ver con la narrativa. Esta vez no entendía del todo a su amigo: “si lo anterior estaba bien, ¿para qué volver a hacerlo?”.
Mario Levrero y Francisco Gandolfo vuelven a desafiar en estos días las ideas y los gustos aceptados. La novela luminosa se publica en Uruguay, pero tendría que ser distribuido en la Argentina, donde su autor contó con lectores atentos y fieles. En el cierre de “Filial”, por otra parte, Elvio E. Gandolfo revelaba que había recibido de su padre un original, con el pedido de que se publicara en Buenos Aires. Esa aspiración de Francisco Gandolfo se cumple seis años después. La edición de El búho encantado debería ser el punto de partida para recuperar una obra que anticipó líneas actuales de la poesía argentina y contiene todavía muchas facetas por descubrir.
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