Domingo, 21 de agosto de 2005 | Hoy
HERNáN CORTéS POR JUAN MIRALLES
Juan Miralles llevó a cabo la extraordinaria aventura intelectual de contar la vida de Hernán Cortés, inevitablemente convertida en una historia de la complejidad de la tierra mexicana y su conquista por los españoles.
Por Sergio Kiernan
Hernán Cortés, inventor de México
Juan Miralles
Tusquets
694 páginas
Es un misterio por qué un libro de historia se publica en una colección llamada Fábula. En este caso de Cortés, puede que sea un comentario ladino sobre el contenido, un descreimiento de que la vida del español que inventó México haya sido real. Es que parecen macanas, una sarta de historias que se leen con el “no puede ser” en la boca.
Aquí en este sur terminal sabemos poco de México. Hay un vago capítulo sobre su conquista en los manuales de historia, alguna noción sobre los aztecas –pirámides, sacrificios humanos, juego de pelota con la cadera– y luego se salta a Pancho Villa, un par de bigotazos al que nadie entiende pero que queda fijado porque se enfrentó a los norteamericanos. Las casi 700 páginas de esta biografía de Hernán Cortés son un manifiesto sobre la complejidad de la tierra mexicana y de su conquista, domesticación y transformación sincrética a manos de los españoles.
Juan Miralles se mete en esta aventura con la mano segura de un especialista enamorado de su objeto de estudio y con la nonchalance de un jovato que no se contagió de la moda de la microhistoria: el hombre quiere contar una gesta monumental, heroica, de a ratos inverosímil, y lo hace a la manera de Rivera, en paredes gigantes y en colores vivos. La historia comienza en las Antillas caribeñas, con algunas décadas de colonización española, las suficientes como para que haya una economía propia, una cadena de gobierno más o menos organizada, y un archipiélago de haciendas y pueblos. Son tiempos en que Cuba está arrancando como cabeza de la región, pero Santo Domingo es el asiento de poder, flotas y gobierno.
Hernán Cortés ya llevaba un rato en Cuba, enriquecido con sus campos y su profesión de escribano, con una vida en la que la aventura había sido la del pasaje atlántico y la de arrancar de la nada una hacienda. Su vida, explica Miralles, nos llega como una montaña de crónicas, documentos y cartas, de su puño y del de otros, donde está el personaje pero no la persona: el Cortés marido, padre, amante, amigo, es una cifra inescrutable detrás del conquistador, capitán general, almirante de sus flotas.
Necesariamente, este libro es una historia de la conquista que arranca con las hormigas en la faltriquera de todo español con dineros y ambiciones en esa época y lugar. Todo el mundo en las Antillas sabía que había una tierra firme de promesas increíbles, que más allá estaba el Mar del Sur y luego Cipango, la China de Marco Polo. Cortés desembarca en México corriendo contra sus competidores, en barcos comprados de su bolsillo y construidos en un Caribe que ya no necesitaba astilleros españoles. Lo hace con una soldadesca a sueldo, mezcla de leva de lo que haya a mano y de hidalgos ricos, más o menos, o nada, llevados por las ganas de gloria, oro, tierras y aventura.
Es tan difícil entenderles la cabeza a esos hombres –casi no hay mujeres, al menos españolas, en esta etapa– que Miralles detiene su relato para explicar qué era una novela de caballería y qué veían allí los lectores, para deslindar la obsesión española por la limpieza de sangre, o para explicar de una buena vez eso de los hidalgos. No sólo es interesante lo que tiene para decir sino que aporta el matiz justo para entender a 100 tipos que se largaban a atacar a un ejército nativo de 10 mil, a espada y gritando cosas como “¡Santiago y alza España!”, y que encima ganaban la parada.
Miralles se deleita pinchando globos. Por ejemplo, que los aborígenes pensaron alguna vez que los caballos eran uno con sus jinetes y no una persona subida a una mala bestia hasta ahora desconocida. O que los españoles eran dioses armados de palos de trueno. Lo que los mexicanos primitivos pensaron era exactamente lo que pensaría cualquiera en esa situación: que había llegado un nuevo agente a una escena política y étnica complejísima y muy inestable, que los desconocidos eran raros y tenían animales nunca vistos, y que sabían pelear. Por eso es que Cortés conquistó Tenochtitlán, la capital mexica, a la cabeza de un masivo ejército de naciones nativas que se alzaron contra sus crueles amos locales, figurándose que nada que hicieran los españoles se compararía a la cuota semanal de jóvenes para sacrificar a Quetzalcoatl y Huitzilipochtl. Entre el arcabuz, la espada toledana y las decenas de miles de tlaxcalas y olmecas que juraron lealtad al rey, y una clase dirigente que inmediatamente percibió que los tiempos cambiaban fatalmente, la cosa funcionó. Hubo una Noche Triste, pero luego hubo un sitio de Tenochtitlán digno del de Constantinopla, con batallas navales en los lagos y ochenta días de asaltos constantes contra los guerreros mexicas que, cuenta Miralles con pluma orgullosa, no se rindieron porque no sabían rendirse: nunca lo habían hecho.
Entramado en este telar están la historia de Doña Marina Malintzin, la Malinche, que todavía no se sabe si era una traidora o un puente entre naciones. Está Motecuhzoma –que no Moctezuma– y su rara posición de cautivo y amigo. Está Cuauhtémoc, el último emperador, que se ganó el respeto español a puro cojones y empecinamiento vasco. Están la curiosidad de que hubo poco oro –y casi todo fue al rey, como participación de una guerra que financió Cortés pero él validó– y de que la única fortuna estaba en la tierra y, reíte, en los locales: Cortés vivió largos años de los alquileres de los locales del mercado azteca, que se guardó en el reparto y que alojaba las principales tiendas de mexicas y españoles.
En fin, una historia magnífica, literalmente una novela de alto vuelo, contada con erudición y mano segura.
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