NOTA DE TAPA
Tumba de jaguares (Emecé) no es sólo la última novela de la prolífica Angélica Gorodischer, sino uno de los puntos más altos de su arte poética. La política de los ’70 y el compromiso literario se cruzan en un deslumbrante juego de relatos dentro de relatos. Guillermo Saccomanno arroja una mirada sobre este libro que acaba de aparecer.
POR GUILLERMO SACCOMANNO
Desde que empezó a publicar a mediados de los ’60 en la histórica Vea y Lea, cuando todavía muchas revistas se preciaban de publicar ficción, Angélica Gorodischer (1928) ha mantenido una producción literaria ininterrumpida en la que el estilo y la cantidad no van reñidos. Su labor intelectual comprende el periodismo, grupos de reflexión sobre la escritura y la organización de multitudinarios encuentros de mujeres discutiendo sus problemáticas específicas. Los premios que Gorodischer recibió son innumerables. Uno que vale la pena subrayar porque indica su compromiso (no sólo literario y, por favor, que no se entienda compromiso por afiliación y/o panfletarismo) es el Dignidad, que otorga la Asamblea Permanente de Derechos Humanos. En su narrativa, la ciencia ficción y lo fantástico socavan todo el tiempo lo cotidiano, minan la noción de realismo y exploran los alcances de un lenguaje por momentos liso y coloquial que en su aparente sencillez exprime el absurdo. Gorodischer se adueñó también de otros géneros menores, como el gótico o el policial para, en operaciones extremadamente libres, meterse con el poder. A menudo se ha referenciado su narrativa con las marcas de Kafka y Calvino. En su frenesí creador, con desparpajo, Gorodischer se permite, además de la elaboración de tramas rigurosas, una soltura en el lenguaje donde la naturalidad de lo casi coloquial alterna con una prosa de corte poético. Con estos antecedentes, Gorodischer es una de las escritoras en actividad más importantes en lengua española y, además de obtener numerosos premios, ha tenido el reconocimiento de pares como Ursula K. LeGuin y la crítica internacional. A esta altura, Gorodischer bien podría reposar en los laureles que supo conseguir (¿por qué no repetir aquello que estaba tan bien en Kalpa imperial, podría uno preguntarse?) y, como no pocos consagrados, continuar repitiendo una formulita. Pero no hay recetas probadas para esta escritora. Y así como en Historia de mi madre, su novela anterior, saltaba de la ficción a la autobiografía intelectual para escarbar los orígenes de su relación con la escritura, ahora, en Tumba de jaguares, Gorodischer pega una vuelta de tuerca a su obra entera al indagar sobre la escritura como necesidad y urgencia.
En uno de sus ataques de angustia y bloqueo, Kafka anota en su diario que, si pretende sobrevivir, precisa agarrarse al diario. Paradójicamente, el bloqueo deja de serlo al transformarse en anotaciones compulsivas que devienen meditación sobre una concepción religiosa de la escritura. Su diario es, en este sentido, su salvoconducto en la desesperación. Más acá, Edmond Jabés escribe que todo escritor, en la medida en que su tierra es el libro, es un judío. Todo escritor digno de ese nombre sabe que escribir es imposible, pero que le es preciso hacer caso omiso de esa imposibilidad. Sin tal conciencia ya no hay riesgo, ya no hay escritura. Escribir se vuelve la cosa más fácil, más banal. Ningún escritor se expresa fácilmente y si no está atormentado por la desproporción de su proyecto, el que agarra la pluma no es escritor. Todavía más recientemente, para Marguerite Duras escribir es además de una compañía, un ejercicio impiadoso de contemplación: escribir es mirar morir una mosca. Y también: la soledad no viene; se hace. La escritura nunca me ha abandonado. Cabe preguntarse a propósito de Gorodischer hasta dónde la escritura no representa, en su caso, también un indispensable absoluto de rescate que trasciende a quien escribe y a quien lee. Gorodischer, en su última novela, Tumba de jaguares, denomina ansia a esta clase de compulsión. El ansia que nunca la dejaría en paz, anota una escritora en potencia cuando empieza a llevar un diario. Y se pregunta sobre la naturaleza de esa compulsión: “Pero cuando obedecía a esa ansia, ah, entonces, ¿qué era?, ya no se hacía esa pregunta porque ahora sabía la respuesta. Alguna vez había llamado felicidad a eso y ahora sabía, sabía como había sabido siempre, comprendiéndolo sin pensarlo, que era mucho y menos y mucho más; sabía porque lo había visto, qué era poder entrar en el paisaje dorado del sol que aparecía todas las noches lejano sobre la pared llana y manchada de día, ensoberbecida de luz por las noches. Ya no tendría tiempo, pero casi no le importaba porque había vuelto a sentir el ansia de escribir una historia y había redescubierto lo que era la felicidad”.
Habría que preguntarse qué quiere decir Gorodischer con eso de “saber comprendiendo sin pensar”. Insinúa nuevamente lo mismo que ha declarado alguna vez en un reportaje: “Yo soy una narradora, no hago reflexiones sobre el arte de la novela”. Pero está comprobado: no hay inocencia en esta forma de desentenderse de la escritura como ejercicio intelectual. Es decir, asumir la práctica no implica carecer de una formulación ideológica del acto de escribir: una teoría de la literatura al respecto, si se lo prefiere. Hay que leer entre líneas el desentendimiento de la reflexión como la propone Gorodischer, porque en su toma de partido radical por la práctica de la escritura (y volvamos al diario de dónde agarrarse de Kafka, el libro-tierra de Jabés), la reivindicación del ansia de Gorodischer representa, con ironía provocadora (la provocación de alguien que quiere averiguar hasta dónde subvierte su provocación, un chuceo lúcido), la solidaridad con el narrador como representante de una experiencia que puede ser común a la de los lectores.
Por otro lado, Gorodischer es consciente de la popularidad de su obra, una recepción que lejos de la vanagloria parece imponerle esa reflexión contra la que se rebela. En su novela anterior, la autobiográfica Historia de mi madre, Gorodischer ahondaba en sus orígenes como escritora, y en un exorcismo apuntaba la vergüenza que le produjo descubrir que una novela escrita por su madre era pésima. Pero como la autobiografía es también ficción, la que uno se arma, como género, excede lo testimonial para convertirse en otra cosa: placer vindicativo y ajuste de cuentas, confesión de pruebas de una ideología justiciera de la literatura. Eso en Gorodischer, la escritura, antes de Tumba de jaguares que, como lo es a su manera Historia de mi madre, se presenta como una “una novela de escritores” (y las comillas operan en doble sentido). Porque ahora la novelización está compuesta por tres nouvelles, donde un escritor y dos escritoras se pelean cada uno a su turno con las dudas tormentosas del oficio. Las tres nouvelles son protagonistas y si sus escribientes devienen esenciales esto ocurre sólo en la medida en que contribuyen a la creación del libro que será el auténtico protagonista de Tumba de jaguares, que con su título alude a la carnicería del campo de concentración.
Si vamos por partes, constataremos que en cada una de las tres nouvelles que componen el libro, sucesivamente, una tras otra, Gorodischer, obsesionada, escribe sobre la imposibilidad de escribir. La primera novela, Variables ocultas, enfoca una desaparición en los ‘70. Tiene un epígrafe de Robert Kaplan: “Anything can be everything and each is also its opposite”. Acá un escritor, Bruno Seguer, ante el secuestro y desaparición de su hija, arrinconado por la culpa y la impotencia, se enfrenta a los límites de la escritura. Su novela, piensa, es una novela, no un diario ni una confesión; no es efusión de sentimientos. Y más tarde: “Mi única arma es ésta, son las palabras, pero las palabras escritas, no las palabras no dichas de ella”. La equivalencia frustrante entre literatura y arma remite inexorable a una concepción literaria setentista. Y las palabras que el escritor Bruno Seguer, en su frustración, no encuentra para terminar su novela, las palabras que no pueden restituir el cuerpo de la desaparecida, deciden al escritor a pegarse un tiro. La autora de esta nouvelle es una tal María Celina Igarzábal. A su vez, esta Celina es protagonista en Contar desde cero, una nouvelle escrita por Bruno Seguer, que preside un epígrafe de Jeanette Winterson: “How can I know what I feel?”. Esta ficción de Bruno Seguer arranca con una cita de Muriel Spark (lo veremos más adelante: Wonders Never Cease). Y su trama consiste en la novela de una mujer que escribe una novela, pero no se trataba de ella misma, de la que escribía, sino de una mujer que nunca había visto y que probablemente no existiera bajo ningún cielo. Esta segunda historia sucede en un imaginario territorio salvaje, atravesado por grandes ríos, donde una tribu secuestra al marido de Celina, quien alterna sus tareas de propietaria rural con la escritura: Celina está escribiendo una novela que se titula La incertidumbre. Constituida por relatos breves, casi estampas, Contar desde cero tiene una resonancia fuerte de la geografía y el registro de Isak Dinesen, una prosa que se detiene en sensaciones escurridizas al borde de la paranoia. Es que en este relato también hay un secuestro, también una desaparición y una ausencia que detona los fantasmas de la memoria. La incertidumbre, esa novela que quiere escribir Celina y la tiene como heroína, será la tercera del conjunto y está firmada por Evelyne Harrington. Tiene, como se dijo, un epígrafe de Muriel Spark: When people say that nothing happens in their lives I believe them. But you must understand that everything happens to an artist; time is always redeemed and wonders never cease. Esta narración enfoca ahora la internación de una escritora anciana que, entre la somnolencia de los psicofármacos y el suero, hace memoria y balance de su vida y obra novelística. Los títulos de sus novelas remiten a títulos olvidables de probables best-sellers (Los rehenes, Tormentas de nieve, Mar blanco, Carne de víbora, Desencuentro, El jardín estragado). No obstante la dedicación que la protagonista aplicó para escribir novela tras novela, la escritura no ha conseguido sustituir una ausencia, la de su marido supuestamente muerto en un accidente aéreo. De nuevo, Gorodischer plantea la escritura como antídoto que en lugar de cicatrizar la ausencia, la exacerba. Tanto las tres narraciones con sus respectivas citas como el tono distinto y pertinente en que cada una está contada, van completando no sólo el relato que preceden, sus grietas y silencios, sus pistas e indicios, sino que en conjunto articulan una summa que, desde la práctica concreta del narrar (eso que Gorodischer define como antítesis de la reflexión sobre el arte de narrar), pone en entredicho no sólo el arte de narrar sino, a través de una reflexión narrativa, las posibilidades siempre tramposas del lenguaje, los discursos, aquello que termina disolviéndose en retórica facilonga de paper.
Hay un aspecto más a considerar en Tumba de jaguares. Y es una política de la escritura. La primera novela, Variables ocultas, la que refiere la desaparición de la hija del escritor, la más breve del conjunto, es también la más concisa, desoladora y, a un tiempo, va en línea recta a la ya legendaria pregunta castradora de Adorno acerca de cómo escribir después de Auschwitz o, traducido al criollo, cómo escribir después de los campos de concentración de la última dictadura. El dolor es político, sí, pero debe ser recóndito, anota el escritor Bruno Seguer (y lo sostiene también Gorodischer). Es en esta zona donde Tumba de jaguares se incorpora a la lista interminable de textos (ensayos, novelas, revistas) que estudian y analizan los ‘70. En general, la revisión de este fenómeno pareciera apuntar a la discusión necesaria de las estrategias de lucha del período, pero también, sin ingenuidad, conviene interrogarse qué se discute en lo que se discute, cuánto hay de salir bien parado en la autocrítica, de no perderse la última onda en polémica y cuánto de moda retro hay en esta revisión, cuánto de nostalgia. Así como no todos los ensayos sobre los ‘70 presentan una solidez y argumentación como el reciente Política y/o violencia de Pilar Calveiro, tampoco todas las novelas que indagan el período tienen la magnífica fusión entre narración y poética de Rosa de Miami, la novela de Eduardo Belgrano Rawson sobre Cuba, que bien puede funcionar como una autobiografía intelectual. Pregunta que se impone: la sangre derramada, ¿con tinta será negociada? No siempre la escritura es una transacción. Es justamente en este lugar de dolor (dolor político y recóndito) donde Tumba de jaguares se ocupa de la sangre, pero no olvida que si una discusión enciende la literatura, ésta es sobre la violencia de los lenguajes (¿es casual que Gorodischer apele en este libro a veces a un mecanismo narrativo típico de los ‘70: raptos de fluir de la conciencia, un párrafo que queda como inconcluso, suspendido, y se continúa, sin mayúsculas, en el siguiente?), los géneros en conflicto, y también sobre los interrogantes que Gorodischer, una y otra vez, vuelve a recordar: por qué contar, qué contar, cómo contar y a quién. Los interrogantes están contenidos, manifiestos, en el instante en que Celina, en su internación, se pregunta sobre el riesgo que presupone escribir sobre un dolor que no conoce, el de Bruno Seguer y la desaparición de su hija. Ella no había perdido a nadie en los sótanos del horror y la vergüenza, y fue allí cuando resolvió finalmente que no, que en el caso de su personaje, en el caso de ese Bruno Seguer que se debate entre una ciudad en las nubes y un pozo del que salen fétidos los recuerdos que lo reclaman, el reflejo del dolor tendría que venir de otra parte. Cuando le pasaban estas cosas, se preguntaba si no sería una desalmada.
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