Domingo, 25 de septiembre de 2005 | Hoy
YOSHIMURA
La última novela del prestigioso Akira Yoshimura muestra un atractivo panorama del Japón post-guerra, aunque reproduce algunos vicios occidentales.
Por Juan Pablo Bertazza
Justicia de un hombre solo
Akira Yoshimura
Emecé
237 págs.
Akira Yoshimura, además de contar con la nada despreciable suma de veinte novelas escritas, se está convirtiendo, a fuerza de premios y una escritura cada vez más experimentada, en profeta de su propia tierra. En su última obra desempolva el intrincado mapa ético por el que navega Takuya. Un oficial de la inteligencia antiaérea del ejército imperial, que decide protagonizar la matanza de un grupo de rehenes norteamericanos, obsesionado por las imágenes de los jóvenes tripulantes de los B-29 que devastaban muchas más ciudades que Hiroshima y Nagasaki, mientras escuchaban jazz o intercambiaban fotos porno. En realidad, la novela se propone como radiografía de la metamorfosis postguerra que sufrió Japón con ritmo vertiginoso hasta experimentar una creciente asimilación de la american way.
Dado el contexto de esa firma que dio un incondicional sí a la Declaración de Postdman, en el que el individualismo borra de un codazo cualquier tipo de jerarquía, los diarios japoneses le cantan con gloria y loor a la democracia para criticar con furia a su propio ejército, y empiezan a consumirse los primeros Lucky Strikes, Takuya debe rehacer su vida lejos de casa y con nuevo nombre para huir no sólo de las tropas aliadas, sino también del pueblo japonés. Sus propios compatriotas que, como títeres de la prensa, repiten a coro la necesidad imperiosa de aplicarles la pena de muerte a los criminales de guerra para establecer una democracia buena por conocer.
Pero la naturaleza difusa y laberíntica de la justicia que persigue Takuya, luego de hacerle esconder su pasado, lo obliga a unirse simbólicamente a quienes desean verlo en la horca. Así las cosas, ese ex combatiente que mira con recelo a las adolescentes japonesas pavoneándose de la mano de los robustos soldados norteamericanos, percibe cómo –poco a poco– su propio odio contra los pilotos que terminaron deliberadamente con la vida de miles de civiles, comienza a ser bombardeada por el terror de las casi omnipresentes persecuciones, hasta que “lo único que queda es el miedo de ser atrapado”. La novela, que cuenta con la traducción del también prolífico César Aira, resulta bastante entretenida y tiene un buen manejo del suspenso. Aunque su insistente estribillo de que los juicios por crímenes de guerra están al servicio arbitrario de las políticas internacionales –a esta altura– resulta bastante obvio. Uno se queda con la sensación de que la recurrencia que le insume al libro muchísimas páginas en justificar el asesinato de los soldados norteamericanos con argumentos muy yanquis (que hacen recordar con fuerza al Con Dios de nuestro lado de Bush), le sacan mucho lugar a un tono tan dinámico como poético que –así– permanece solamente insinuado.
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