Domingo, 25 de septiembre de 2005 | Hoy
DICCIONARIOS
La historiadora Maxine Hanon costeó de su bolsillo un diccionario de británicos en Buenos Aires. No sólo tiene cerca de 900 páginas sino que promete otro tomo, de la batalla de Caseros hasta nuestros días.
Por Sergio Kiernan
En el imaginario argentino, los ingleses hacen de sapo de otro pozo. Están pero no se quedan, son pero se hacen, se pintan con definiciones esdrújulas como “Anglo-Argentine”. Y sin embargo, en el crisol de razas hay un fuerte picante inglés que arranca desde los tiempos más remotos y se mezcla con lo criollo, lo español y lo inmigrante, apareciendo en cosas como que los tea sandwiches sean un plato nacional bajo el nombre de “de miga”. Probá encontrar uno en Nueva York...
Maxine Hanon es abogada e historiadora, descendiente de ingleses y autora de un estudio sobre el primer cementerio protestante de la ciudad y del olvidado cinturón de quintas inglesas que rodeaban la ciudad que terminaba en Callao. Su diccionario es apabullante: novecientas páginas con cuatro mil entradas que resumen años de investigación en diarios, archivos y bibliotecas, para encontrar lo que parece ser cada británico que se haya quedado por estos rumbos.
Tomando la palabra británico de modo ecuménico –ingleses, galeses, escoceses e irlandeses, que compartían bandera y rey– Hanon arranca con la historia de su llegada a Buenos Aires, que empieza con la primera fundación, la de 1536, en la que participaron Juan Ruter, de Londres, Nicolás Colman, de Hampton, y Ricardo Limon, de Portsmouth. Los españoles regulaban con cuidado la entrada de ingleses a su imperio, y la mayoría de los más tempranos son irlandeses o ingleses “de la vieja Fe”, católicos perseguidos por una corona protestante y por tanto simpáticos a Madrid. Recién hacia el siglo XVIII, con el tratado de Utrecht, comienza la llegada de ingleses autorizados al puerto, como comerciantes.
La independencia le abre el país a los británicos, que empiezan a formar una comunidad. La primera parte del diccionario es una lista de las instituciones que crearon, desde los British Rooms que fueron la primera cámara de comercio, hasta escuelas, iglesias, un grupo teatral, un club de cricket, los primeros cementerios no católicos, y ese monumento a la permanencia que es el Hospital Británico, fundado en 1827.
Pero el corazón del libro –casi 800 páginas– son las personas físicas. Es una galería interminable de comerciantes, capitanes, campesinos, sirvientes, ingenieros, artistas, soldados, marinos, técnicos, mineros y cualquier cantidad de buscavidas que acabaron de tenderos, estancieros o peones. Hay familias que se hicieron notables –los Kavanagh, los Maguire– y otras que desaparecieron sin dejar rastros. Hay próceres como Brown y Drummond, figuras históricas como los Parish y personajes olvidados pero cuyos nombres perduran, como Gowland. Un lado divertido es explorar quiénes fueron de descendencia británica sin portación de apellido: Pellegrini, Pueyrredón, Perón, Alfonsín, Borges, Lavalle, Belisario Roldán, el perito Moreno. Y quienes sí tenían el apellido pero no la identidad, como Vélez Sarsfield, Farrell, los Williams –el músico Alberto, el arquitecto Amancio– y el Che, que era Guevara y también Lynch.
Este diccionario es de la “primera época” y sólo llega hasta la batalla de Caseros, una buena frontera porque después de 1853 se pasó de pocos miles de británicos a un verdadero sector del país. Eso vendrá en tomos futuros.
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