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› Por Mariana Enriquez
En el mítico compilado Invasión 88, primer registro conjunto de bandas punk en Argentina, había un tema especialmente rabioso. Se llamaba “Cáncer”, el estribillo decía: “Cáncer, tengo tengo cáncer/ quiero quiero cáncer/ voy a morir de cáncer” y el cantante rugía y escupía las palabras de una forma que justificaba el nombre de la banda: Flema. Desde entonces, con idas y venidas, innumerables cambios de integrantes e intensidades varias, el grupo se convirtió en una leyenda del sur del conurbano, y por un tiempo fueron los favoritos de Cemento; los más salvajes de la escena punk, en varios sentidos los más destacables –por influencias musicales y una desazón irreproducible, sólo comparable a la de el grupo marplatense Loquero– y todo gracias a la personalidad, el incendiario carisma y el talento de su líder y alma mater, Ricky Espinosa. El libro de Sebastián Duarte Ricky de Flema: El último punk tiene una urgencia a la altura del personaje que retrata. Construido con obsesivo detalle en cuanto al material de archivo, con letras y entrevistas a amigos (como Cristian Aldana de El Otro Yo, en una charla brutalmente sincera), compañeros de banda y hasta algunos famosos que frecuentaron a Ricky (desde Ricardo Iorio hasta Mario Pergolini) hay algo de necesidad de registro de una escena y una época; porque no sólo es fascinante el fugaz y en ocasiones brutal recorrido de Ricky, sino también esos bares de Avellaneda, las calles y comisarías de Valentín Alsina, las reuniones de jóvenes punks que se llaman Cabezón o Juan Falopa en Plaza Alsina, llegados desde Dock Sud o Gerli.
Ricky, músico intuitivo, frontman desprejuiciado que no temía maquillarse o incluso dejarse retratar con pins que decían “gay power”, aparece en estas páginas en toda su complejidad: débil, voraz, adicto, romántico, querible, francamente insoportable, autodestructivo y teatral hasta la sordidez. Los amigos ofrecen testimonios como éstos: “Una vez fue al puntero y le dijo: ‘¡Dame todo! ¡Quiero todo!’. Le dieron merca, pepa, faso. Después fue a la esquina y vomitaba. Decía: ‘¿A ver qué comí?’. Y se lo volvía a tragar”. Pero además de la vida bandida, Duarte se ocupa de remarcar la importancia musical de Ricky: su trabajo en Flemita, un grupo que insólitamente grababa y tocaba temas de bandas punks casi desconocidas a modo de desinteresada difusión, o el gran logro de Vida espinosa (1999) su disco solista, autobiográfico y una de las obras más extrañas del rock nacional.
Ricky falleció a los 34 años el 30 de mayo de 2002: se arrojó de la ventana de un 5º piso de un monoblock en el Barrio Güemes: antes, había estado jugando a la Playstation y tomando alcohol fino. Fue velado en el patio de la casa de su hermano, en Gerli, porque los dueños de la casa funeraria le cerraron la puerta a la familia por temor a “desmanes” de sus fans. Todos los 30 de mayo aún se reúne gente ante el nicho que guarda sus restos en el Cementerio de Avellaneda.
Ricky de Flema: El último punk se consigue en Garageland (Santa Fe 1480 subsuelo) o si no hay que contactarse con el autor a [email protected]
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