Domingo, 12 de marzo de 2006 | Hoy
RESEñAS
En un libro de cuentos tan crepuscular como emotivo, a punto de cumplir 80 años, John Berger evoca los fantasmas de los muertos que alguna vez habitaron su vida.
En un reportaje de hace cinco años, en el que le preguntaban por sus orígenes, John Berger contó que su madre era una sufragista vegetariana de Vauxhall y su padre, aunque venía de una familia judía, había entrado en un seminario católico con la intención de convertirse en sacerdote cuando estalló la Primera Guerra y lo dejó todo para enrolarse en la infantería. La experiencia en las trincheras fue tan decisiva para él que, luego de finalizado el conflicto, sirvió dos años más en una comisión encargada de las tumbas de guerra en Flandes. A su regreso a Inglaterra conoció a aquella “belicosa y suave” sufragista vegetariana y de esa unión nacería, en 1926, el escritor. Berger agregaba que prefería no hablar más de ambos porque llevaba años escribiendo un libro sobre ellos. Puede que Aquí nos vemos sea ese texto anunciado; puede que no. Lo cierto es que los padres de Berger son dos de los personajes más importantes de este libro, el más reciente en su producción.
A punto de cumplir los ochenta años, Berger nos ofrece en Aquí nos vemos un paseo crepuscular por distintos puntos de Europa (Lisboa, Ginebra, Cracovia, Madrid, una casa junto al Támesis en Islington, las cuevas de Chauvet donde el hombre de Cro-Magnon realizó las primeras pinturas rupestres, y otra casa junto a otro río, esta vez en los confines donde Polonia y Ucrania se pierden en Rusia), con la siguiente salvedad: en cada uno de esos puntos, Berger se encuentra con alguno de sus muertos queridos y se entrega al diálogo con ellos. Así como las fronteras entre países se han difuminado en esa pujante e insensible Unión Europea retratada por Berger con mano maestra, los muertos y los vivos coexisten por sus calles, para quien quiera verlos.
“En una persona muerta se pueden buscar las cosas como en un diccionario”, le dice su madre en un mercado de Lisboa. Pero, más que buscar, Berger prefiere perderse en ellos tal como uno deriva de una palabra a otra en un diccionario hasta dejar que se pierda de vista lo que estaba buscando inicialmente, en nombre de todo aquello que salta a nuestro encuentro en esa deriva. “Yo no te enseñé nada. Tú aprendiste. Hay una diferencia: yo sencillamente dejé que aprendieras”, le dice en un bar de Cracovia ese hombre llamado Ken, que entre los once y los diecisiete años de Berger puso al alcance del adolescente, en el Londres de entreguerras, todo lo que éste necesitaba conocer y develar de los libros, de los cuadros, de la vida a su alrededor.
Otro de los muertos de Berger, el instructor de una colonia de verano que le enseñó a dibujar y a remar, le susurra al oído, en el lobby del Hotel Ritz de Madrid: “El estilo es el resultado de una serie de talentos. Un solo talento, por grande que sea, no produce estilo”. Hay pocos escritores actuales que tengan un estilo tan reconocible como Berger. Y no hace falta ser muy brillante para ver que ese estilo está compuesto en partes iguales por una manera de mirar, una forma de vivir y una exigencia al escribir “que excluye ciertas acciones y también ciertas reacciones”.
Las ocho piezas de Aquí nos vemos se suceden con la misma estructura cíclica e hipnótica con que encajaban los relatos de Puerca tierra o Una vez en Europa. La vividez de esos libros se potenciaba por el hecho de que Berger nos los relatara desde el mismísimo lugar de los hechos, y nos instalara también a nosotros en ese valle perdido de las montañas de Alta Saboya. Aquí, en cambio, no hay lugar de pertenencia: Berger se hace nómade y nos lleva con él en esa deriva por su pasado y, a la vez, por el anónimo presente de la Europa de la abundancia.
Por eso no es en absoluto casual que el último relato del libro ocurra en los confines de esa Europa, en una cabaña en la frontera entre Polonia y Ucrania donde Berger prepara una sopa esperando la llegada de su amigo Mirek, y su flamante esposa Danka y el bebé de ambos Olek. Berger ha recorrido medio continente en su moto para llegar a la cabaña de Mirek antes que él, y recibir a los recién casados y al niño con esa sopa. Mireky Danka abandonaron sus trabajos como inmigrantes ilegales en París para casarse y criar a su hijo en esa cabaña de su pueblo natal. Y el último de los muertos que habrá de aparecer en este libro será el propio Berger, cuando el bebé Olek ya sea un hombre hecho y derecho, para recordarle aquel día en que llegó a esa cabaña por primera vez y lo recibió desde el camino el aroma de esa sopa casera que, “cuando te metes una cucharada en la boca, tienes la sensación de estar saboreando un lugar: los huevos saben a la tierra que pisas, la acedera a la hierba que te rodea, la crema a las nubes sobre tu cabeza”.
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