Domingo, 2 de abril de 2006 | Hoy
EL REALISMO CRíTICO DE UN POLICIAL DESPLIEGA SU MIRADA SOBRE LOS CRíMENES BAJO LA DICTADURA.
Por GUILLERMO SACCOMANNO
La aguja en el pajar
Ernesto Mallo
Planeta
215 páginas
Para empezar, dos citas. Y las dos se encuentran en el final de La aguja en el pajar, la primera novela que publica Ernesto Mallo. En la última página –y esto no es anticipar cómo termina–, un estudiante de Derecho mira dos libros en su biblioteca: ¿Qué es la justicia? de Kelsen e Historia universal de la infamia de Borges. Los dos títulos encuadran la lectura de este thriller ambientado en la última dictadura, cuando la justicia y la infamia fueron una. Es en este contexto que el Perro Lascano, un comisario de la Federal, viudo, acosado por el fantasma de su mujer –enterrada en el cementerio judío de La Tablada–, se obsesiona con una misión utópica: hacer justicia. Una pregunta que se formulará el lector es: cómo creer que en una institución, la Federal, haya un miembro ético mientras en el Departamento conviven la corrupción y la tortura. La premisa puede incomodar a espíritus bien pensantes. Una segunda cuestión es hacer verosímil que Lascano se enamore de Eva, una guerrillera del ERP embarazada que escapó por un pelo de un operativo en el que murió su pareja. Mallo propone estas dificultades de verosimilitud, pero soluciona con agudeza y oficio ambos problemas. Desde la escritura, al asumir un género, el policial, Mallo tensa las contradicciones del período sin patinar en el maniqueísmo de la teoría de los dos demonios. A la vez supera otro riesgo: la novela histórica. Aunque vivió la época, Mallo ahora está a treinta años de distancia. Y a través del registro hard boiled, mediante sus resortes clave, escarba en las contradicciones del período. Mandándose por la vía del “realismo crítico” –como Georg Luckács denominó a la policial–, Mallo monta una intriga vertiginosa. Su prosa es dura, cortante y, aunque sentimental a veces, con destreza atrapa al lector desde el inicio y no lo suelta.
Si su enfoque es oscuro y convence se debe no sólo a la prosa crispada que no teme a los efectos. Los diálogos, compactados en bloque, parecen sugerir que las palabras no son lo trascendente cuando lo que importa es la descripción de los hechos: el acto siempre más elocuente que el lenguaje. Es que el autor tiene “calle”. Esa calle en la que, según Chandler, Hammett había anclado el crimen arrancándolo de los salones de la elitista novela de enigma. La calle que escribe Mallo es una y es todas las de la ciudad asediada por los Falcon verdes, las itakas, los carriers, los controles, los tableteos de ametralladoras, los disparos en el silencio, los camiones cargando como ganado a los detenidos y también sus bienes, los cadáveres que amanecen en cualquier parte, todo integrándose a un día a día donde la complicidad civil juega lo suyo.
Junto a los cadáveres de dos chicos militantes acribillados aparece en una mañana de niebla un tercer cadáver, el de un tipo mayor, un usurero judío del Once, que alguna vez escapó de un campo de concentración nazi. Este es el comienzo de la intriga y el Perro Lascano habrá de resolver quién pudo haber matado al prestamista. En la pesquisa colaborará un forense que se la pasa escuchando los secretos de los cadáveres mientras fuma un porro tras otro. Es para subrayar –por lo ilustrativa en términos de sentido– una conversación que mantienen el forense con un mayor del Ejército, verdugo y apropiador. “El tiempo pasa, las situaciones cambian y los errores que están cometiendo ahora les van a explotar en la cara en algún momento”, dice el forense. La explosión es esta novela. Y ese “algún momento” es ahora.
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