Domingo, 28 de mayo de 2006 | Hoy
ARTURO PéREZ-REVERTE: EL PINTOR DE BATALLAS
La obsesión de la guerra cobró cuerpo en la nueva novela de Pérez-Reverte, donde emergen su experiencia de cronista y también sus limitaciones conceptuales.
Por Sergio Kiernan
El pintor de batallas
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara
301 páginas
Vista de cerca, como la ve la infantería, la guerra es un festín de estupideces. El mismo “trabajo” del infante lo es: hay que caminar al matadero, correr entre balas y explosiones hacia el que dispara, tratar de matarlo, y todo para quedarse con un lugar que, en principio, no vale un mango. El mundo está sembrado de cadáveres en ofrenda a cerros olvidados, aldeas intrascendentes, ríos que se cruzan sin mirarlos, yuyales. Sólo el vuelo de pájaro de la estrategia, de la historia militar, permite en todo caso entender qué vela tenía la cota 101 en ese entierro.
A Arturo Pérez-Reverte no le importa mirar como un pájaro porque se comió muchos años de corresponsal de guerra, caminando entre soldados. Es una experiencia que le hizo mal, no lo oculta, y que recorre de punta a punta sus ya muchos libros. Hay tremendas violencias en sus eruditos policiales, y su personaje más permanente, Alatriste, es un soldado. Hasta escribió un libro solemne y aburrido, Territorio Comanche, contando su experiencia, que resultó una terapia de autocompasión, una especie de charla con un amigo deprimido. El español defendió su libro, como corresponde, pero debe haberse quedado con una pepita mal tragada, porque ahora escribió esta novela sobre el mismo tema, la guerra en su variante politizada, caótica, burlescamente mórbida.
Kipling, que de esto algo sabía, escribió aquello de “las salvajes guerras de la paz”, etiquetando perfectamente lo que luego vimos de más a partir de la Guerra Fría: el mundo, técnicamente, está en paz, pero por todas partes hay pequeñas guerras francamente inmundas. En El pintor de batallas, Pérez-Reverte cuenta la historia de un fotógrafo que se pasó treinta años de guerra en guerra, hasta que algo lo fundió. Hizo un último libro, sobre gente viendo pinturas de guerra en museos del mundo entero, y dejó fama y carrera para encerrarse en una aislada y vieja torre en la costa española. Solo, con un generador y un puñado de libros, se dedica a pintar un mural redondo en el interior de la torre, donde resume su vivencia de la guerra como en un catálogo de violaciones, masacres, asesinatos, fusilamientos, fosas comunes, torturas, a manos de soldados o milicianos que, y esto es su peor descubrimiento, de hecho disfrutan de lo que hacen.
Pero un día aparece un fantasma, un croata que el ahora pintor fotografió de pasada, cansado y de casco, y que sin saberlo hizo famoso porque lo puso en varias tapas de revistas. El croata cayó prisionero del enemigo serbio, fue reconocido y pasó a una pesadilla de torturas ensañadas, un viaje a la degradación en un campo de concentración. Finalmente liberado, descubre que su fama involuntaria también le llegó a su mujer, serbia ella, que fue violada por sus vecinos croatas antes de ser degollada. Como su hijito de cinco años lloraba y trataba de defender a su mamá, fue clavado a una puerta con una bayoneta.
Markovic, el croata, enloquece. Y pasa diez años buscando al fotógrafo para matarlo. En tantos años, tiene tiempo de pensar, leer y aprender, él que era un feliz mecánico rural. Para cuando encuentra al fotógrafo devenido pintor de batallas, quiere entenderlo antes de matarlo.
Sería deschavar la trama contar lo que pasó, pero la conversación entre ambos hombres es un recorrido por las obsesiones de Pérez-Reverte, una suerte de diálogo de alter egos suyos. Hay crueldades sin fin, relatadas con detalles de testigo presencial. Hay cínicos, frívolos, crueles, dopados. Hay acuerdo en que la crueldad bestial y ciega es lo normal y que es la paz y las convenciones lo que resulta excepcional. Hay dudas sobre la responsabilidad moral del testigo, del que saca fotos. Son dos que vieron demasiadas cosas, hablando entre camaradas “de ojos muertos”.
El problema es que Pérez-Reverte es un buen novelista de hechos –de acciones– pero no de ideas. Excepto por párrafos sólidos sobre por qué la fotografía no puede contar una guerra como sí puede hacerlo la pintura, el libro se pierde entre ramazones aburridas de filosofías baratas. Para peor, buena parte del relato avanza sobre el recuerdo de una mujer perdida que resulta simplemente increíble, un wet dream de historieta adolescente que no existe ni puede existir. En fin, que la historia atroz que Pérez-Reverte tiene adentro sigue sin salir. ¿Qué tal una simple crónica?
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