Domingo, 18 de junio de 2006 | Hoy
BAUDELAIRE
Aunque afirmaba que no le gustaba escribir cartas, Baudelaire empezó a frecuentar el género epistolar desde la adolescencia. Un volumen notable recoge su correspondencia general.
Por Osvaldo Aguirre
Correspondencia general
Charles Baudelaire
(Traducción y notas: Américo Cristófalo y Hugo Savino)
Paradiso
254 páginas
“No me gusta mucho escribir cartas; casi siempre son un motivo de arrepentimiento”, dice Baudelaire en uno de los primeros textos de su correspondencia. Sin embargo, parece haber bastante de pose en esa supuesta confesión –por otra parte dirigida a una mujer, la actriz Marie Daubrun, a quien intenta reconquistar–. No sólo por la cantidad de cartas que dejó sino por su extraordinaria factura. No son textos descuidados, al contrario; ante sus amigos, sus amantes, sus adversarios, exhibe una y otra vez un discurso fascinante, que apunta a capturar no ya la atención sino el favor, el interés, la pasión del otro.
Correspondencia general recorre la vida de Baudelaire a través de una selección de sus cartas. Desde la que escribió a los 14 años, para su hermanastro, hasta la última, un año antes de su muerte. Se excluyen las cartas dirigidas a la madre, según dice en el prólogo Américo Cristófalo, porque están disponibles en castellano en otra versión, y porque éstas, en general desconocidas, entregan “una visión más activa, más enérgica, menos grave y sufriente” del autor de Las flores del mal. Más allá de que sea mencionada ocasionalmente, la madre está presente aquí a través de la figura de Ancelle, el consejero judicial que le impuso como tutor después de que gastara la mitad de la herencia paterna y que lo vigila hasta el final. Ese episodio determina en buena medida la relación de Baudelaire con el dinero. Los problemas económicos son constantes, sea porque el dinero falta o porque lo ha dilapidado sin rédito: muchas de las cartas recopiladas tratan de pedidos que se ve en la necesidad de hacer simplemente para tener un respiro. Para él, al escribir, suele tratarse del caso de una necesidad, sea de dinero, de amor, de reconocimiento, o de hacerle un favor a una amiga, como cuando le ruega a George Sand, a quien detesta, un papel dramático para su amante Marie Daubrun.
Algunas cartas refieren a episodios muy recorridos en las biografías de Baudelaire: su intento de suicidio, más bien una actuación, su declaración contra el romanticismo ante el ofrecimiento de integrar una antología, la postulación para la Academia Francesa y el escándalo consiguiente, el viaje a Bélgica en el final de su vida. Otras permiten observar aspectos mucho menos comentados, y quizá más significativos. El extremo cuidado que pone en las cuestiones de edición, por ejemplo (que incluyen el tipo de papel y el interlineado). O la atención sobre la venta y la recepción de sus libros. O sus variadas estrategias en las relaciones con los otros escritores y en su ubicación en el ambiente literario y social de la época. Pero las maneras mundanas desaparecen con frecuencia bajo el empuje de la ironía y lo que él (o la traducción) llama su descaro, recursos demoledores de su escritura que ni él mismo puede controlar: “Lo aprecio más de lo que aprecio a sus libros”, se despide de Sainte-Beuve, después de pedirle un artículo a su favor; parece que se humilla cuando pide el regreso de una amante, aunque “no le digo que me encontrará sin otro amor”; asume un tono solemne con Victor Hugo, pero lo saca de en medio, reduciéndolo a “un delicioso recuerdo de infancia”. Entre sus contemporáneos nadie le inspira tanto respeto como Flaubert, con quien mantiene un vínculo afectuoso y de mutuo interés. El descubrimiento de Poe, “una conmoción singular” y persistente, que sólo vuelve a experimentar cuando escucha a Richard Wagner, se recorta también con nitidez en ese marco. Baudelaire lo siente como un doble, al leerlo tiene la impresión de leerse a sí mismo y, de hecho, cuando tiene que razonar contra el poema largo, lo hace en sus términos. Pero el hecho que signa su vida es la publicación de Las flores del mal. Y más que la publicación, quizá, el juicio que enfrenta de inmediato por ofensa a la moral pública. La necesidad de legitimarse como poeta se superpone desde entonces a la búsqueda de su rehabilitación pública. Y el tribunal donde se dirime ese juicio es el de la prensa. Baudelaire escribe a críticos y periodistas para que opinen sobre el libro condenado, para que reconozcan sus valores; necesita la publicidad dada “la naturaleza totalmente impopular de mi talento”. La acusación que se le hace, además, intensifica su reflexión sobre literatura y moral, que ya estaba en la base de su oposición al romanticismo. La poesía tiene por fin la belleza, no lo bueno, ni lo verdadero, dice en principio. Y más adelante, en una carta a Swinburne, resuelve de modo magistral la cuestión: “Todo poema, todo objeto de arte bien hecho sugiere natural y forzosamente una moral. Ese es el trabajo del lector” (subrayado en el original). En sus últimos escritos se queja de haber sido olvidado, está tan asqueado de los editores como de la “joven canalla moderna”, a pesar de que los nuevos poetas lo reivindican.
Estas cartas suponen así una gran ocasión para redescubrir el mundo y los distintos roles de uno de los fundadores de la poesía moderna. Y la extraordinaria proyección de una obra y una sensibilidad que todavía parecen inagotables.
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