Domingo, 17 de septiembre de 2006 | Hoy
SUSANNA CLARKE > JONATHAN STRANGE Y EL SEñOR NORRELL
La sorpresa fantástica de la temporada viene de Inglaterra: Susanna Clarke se tomó diez años para escribir una notable novela sobre magia y, a pesar de ser totalmente autónoma, debe cargar con un sayo que no le corresponde: ser asimilada a Harry Potter.
Por Mariana Enriquez
Jonathan Strange y el señor Norrell
Susanna Clarke
Salamandra
795 páginas.
Susanna Clarke se tomó diez años para escribir Jonathan Strange y el señor Norrell, su casi debut como escritora (antes había publicado un puñado de relatos). El año de su lanzamiento estuvo listado para el premio Booker’s y obtuvo críticas entusiastas. Pero también se cargó dos lugares comunes irritantes e injustos: las influencias de El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien y Harry Potter de J. K. Rowling. Las comparaciones son perezosas y facilistas: sencillamente, es que todos son libros largos donde la magia es tema central. Pero en Jonathan Strange y el señor Norrell no hay luchas entre el bien y el mal, ni mundos míticos imaginarios, ni épica; tampoco es un libro de aventuras juveniles, ni de iniciación (si se piensa la magia como rito de pasaje entre la infancia y la edad adulta para Harry Potter). En realidad, las influencias más claras de Clarke son la comedia social de Jane Austen y Oscar Wilde, los retratos excéntricos de Dickens y Chesterton, la tradición gótica, la aventura militar a la Patrick O’Brien, el romanticismo byroniano, la pasión por el heroísmo escocés de Walter Scott y la habilidad de mezclar lo fantástico con el realismo más prosaico de autores contemporáneos como Neil Gaiman o el genial guionista de comics Alan Moore. Es decir, el tronco –y algunas de las ramas– de la literatura inglesa. Y es a dos tradiciones inglesas, literarias y culturales, que Jonathan Strange y el señor Norrell homenajea: la voz civilizada llena de sentido común, por un lado, y el salvajismo sobrenatural, misterioso e irracional, por el otro; la Inglaterra victoriana del higienismo social vs. Jack El Destripador y el Drácula de Bram Stoker; Samuel Johnson y Lord Byron; una dicotomía que ya es constitutiva de lo británico.
Pero claro, la trama es mucho más entretenida, deliciosa y apasionante que cualquier reflexión. Comienza en 1806, con la reunión de la Sociedad de Magos de York, caballeros que se dedican a estudiar la magia de la era medieval pero no a practicarla. Entonces aparece una verdadera rareza: el señor Gilbert Norrell, que vive solo en su enorme casa con su pasmosa biblioteca mágica y que se proclama mago “práctico”. Desafía a los estudiosos: si logra hacer un acto de magia, los magos teóricos deberán renunciar a su título. Al día siguiente, los iconos, gárgolas y piedras de la catedral de York hablan –un episodio bastante espeluznante– y Norrell se convierte en el único mago de Inglaterra.
Trasladado a Londres, la sociedad descubre que se trata de un hombrecito bastante poco atractivo y misántropo; además, se niega a hacer demostraciones públicas de sus habilidades, detesta el trato con duendes y seres sobrenaturales y aburre a las concurrencias con largas disertaciones o citas a libros mágicos que sólo él conoce. Consciente de esto, Norrell –que quiere llegar a las clases dirigentes inglesas para intervenir en la política y la guerra– contrata a dos dandies para que lo ayuden en su poca exitosa vida social. Los jóvenes logran conseguirle entrevistas, pero el gran golpe de Norrell será devolverle la vida a lady Pole, la joven esposa de un ministro, muerta prematuramente víctima de la tuberculosis. (Las piedras de York y la resurrección son los únicos hechos fantásticos que Clarke consigna en doscientas páginas.) Después de tal despliegue de poder, Norrell se transforma en un hombre respetado, el único mago de Inglaterra, que además no soporta la competencia.
Pero después de muchas dudas, el reclusivo Norrell toma como discípulo al joven Jonathan Strange, un hijo de la clase alta simpático y algo disoluto, de indudable talento. Después de que Strange es enviado por el gobierno a la guerra para que ayude al duque de Wellington contra Napoleón (el mago hace hablar a los muertos para que le comuniquen posiciones, cambia de lugar ríos, montañas y hasta países, crea carreteras y lodo) comienzan los problemas: Norrell, esotérico, elitista, conservador y lleno de sentido común, no comparte libros ni información con su discípulo y se niega a abrazar los alcances de la magia inglesa que, signada por un monarca mítico, el rey Cuervo –recuerda al Rey Arturo– puede hacer uso de duendes y criaturas de otros mundos, además de usar la naturaleza a disposición. Strange, en cambio, cree que todos tienen derecho a la magia, y en su derrotero por encontrar al rey Cuervo –o la fuente de su conocimiento– viaja tras los espejos, destila literalmente el polvo de la locura, se hace amigo de Lord Byron, vive en la noche perpetua, y todo mediante ensayo y error, porque carece de los libros que Norrell le retacea. Así, la novela se pone cada vez más oscura y se convierte en una meditación sobre la envidia profesional, la traición, la venganza y la locura.
La verdadera astucia de Clarke es anclarse en el realismo histórico con una voz que recuerda poderosamente a la observación social de Austen (bordeando lo irónico) y allí insertar lo fantástico como si se tratara de una historia alternativa de Inglaterra, como si esa tradición esotérica realmente hubiera existido y el narrador se refiriera tan sólo a un episodio notable. Reforzada con notas al pie que son apuntes en estilo académico sobre magia y magos, minibiografías de grandes hombres de lo oculto, elaborados miniensayos, resúmenes de imaginarios libros y contenidos, recreación de cuentos populares, Jonathan Strange y el señor Norrell parece la destilación de un libro mucho más largo, o de una historia mucho mayor, de la que estas ochocientas páginas son sólo un capítulo. Y se trata de un capítulo tan notable, gracioso y fascinante–quizá más impactante e incluso mejor que Un mago de Terramar de Ursula K. Le Guin, hasta ahora lo último de verdad notable en género fantástico anglosajón– que parece muy corto. A veces aparecen libros como éste, obras maestras en las que se puede vivir, que absorben durante lo que dure la lectura. Neil Gaiman dijo, cuando lo reseñó, que su única objeción era que la novela “no durara el doble”. Aunque parezca exagerado, hay que decir que el autor de Sandman tiene toda la razón, y la pasión. Hay que leer para creer.
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