Domingo, 17 de septiembre de 2006 | Hoy
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En Entrevistas con Michel Foucault (Paidós), de Roger-Pol Droit, es posible recuperar matices poco transitados de un filósofo sobre quien parece haberse dicho absolutamente todo.
Por Cecilia Sosa
Pocos intelectuales lograron despertar tantas pasiones y fanatismos como Michel Foucault. Su nombre suele ser ansiada comidilla desde los primeros palotes universitarios y libros como Historia de la sexualidad, Historia de la locura y Vigilar y castigar podrían inscribirse dentro del difícil rubro de “hits” académicos. Su vida y obra inspiraron a figuras como Louis Althusser, Jacques Lacan, o más recientemente, a Claude Mauriac, Paul Veyne y hasta una atípica y genial biografía de Gilles Deleuze. Pero aun así, el hombre de los mil rostros sigue escapando a todo intento de catalogación. Al punto que a pesar del paso del tiempo produce efectos no previstos y encuentra lectores inesperados. A más de veinte años de su muerte, un pequeño libro consigue quebrar hielos y reponer un Foucault “en vivo”. Entrevistas con Michel Foucault reúne dos breves estudios preliminares del escritor y periodista Roger-Pol Droit y tres entrevistas realizadas en 1975 y ya publicadas en prestigiosos diarios franceses: una a propósito de Vigilar y castigar; otra que busca “Desembarazarse de la literatura”, y una última, titulada “Soy un artificiero”, dedicada a indagar en su método y su trayectoria.
Aun cuando gran parte de los diálogos circulan por territorios ya clásicos (su provocadora visión de los ilegalismos, su inédita concepción del poder, las paradojas del discurso literario), también permite vislumbrar súbitamente un Foucault más íntimo. Un Foucault al que es posible imaginar descendiendo de su bicicleta una mañana de invierno, soltando una carcajada burlona o subrayando un irónico “¿diga?” a mitad de la confrontación. Un Focault que hasta parece recibirnos, según cuenta Droit, en su moderno departamento donde una misteriosa pared de fondo se desliza a voluntad para comunicar con el departamento contiguo donde vive su compañero.
Sin embargo, el libro no abunda en una intimidad biográfica –aunque también hay algo de eso–, sino que más bien recupera el tono íntimo del escritor en relación con su propia obra, allí donde se filtra su pasión por la palabra, sus eventuales soledades teóricas y también (y por qué no) su voluntad de destrucción.
El niño frágil y el dandy provocador que enseña filosofía en Clermont-Ferrand; el normalista que bordea la locura e intenta el suicidio; el experimentador de alucinógenos; aquel que vivió en Polonia la desilusión del marxismo y anticipó el Mayo del ‘68 en Túnez, y el prematuramente calvo filósofo que muere de sida internado en la Salpêtrière, el mismo hospital que inspiró su obra.
Y aquí y allá es posible encontrar sorpresas, tensiones y momentos inesperados. Como muestra, algunos ejemplos de un Foucault “en vivo”:
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