Domingo, 5 de noviembre de 2006 | Hoy
NICOLáS ROSA
Por MARIANO DORR
Nicolás Rosa escribió que la función de la crítica es leer lo negado por la literatura misma. Una operación crítica de lectura, entonces, consistiría en acercarse a las voces silenciadas, a las exclusiones y ensombrecimientos de las lecturas oficiales. La crítica, a su vez, debe ser autónoma: “No puede, no debe, mantener una relación de subordinación con respecto a los objetos literarios sino que, revalorizando una relación dialógica con ellos, debe adquirir su mismo nivel y por lo tanto su mismo rango de ficcionalidad” (“Estos textos, estos restos”, La letra argentina, Santiago Arcos, 2003). Ficciones críticas, o como reza el título de su último libro, relatos críticos; un género imposible que, como Rosa mismo señaló, debe ser leído no como un simulacro de los textos a los que alude sino como un simulacro de la crítica. Y si en la crítica se trata de leer en los intersticios del todo textual, Nicolás Rosa fue un verdadero maestro y... claro, un lector extraordinario. Nacido en Rosario (1938), escribió Crítica y significación (1970), Los fulgores del simulacro (1987), El arte del olvido (1990), Artefacto (1992), Tratados sobre Perlongher (1998), La lengua del ausente (1997), Usos de la literatura (1999), entre otras publicaciones. Dictó conferencias y seminarios tanto en la Argentina como en el exterior (universidades de Montreal, Valencia, La Sorbona, Milán, Leipzig). Profesor de Teoría Literaria III en la Universidad de Buenos Aires y Teoría Literaria en la Universidad de Rosario, fue distinguido con el Premio Konex al Ensayo Literario (2004). El 25 de octubre último murió Nicolás Rosa, en Buenos Aires. “Casi una vida de escritura”, señaló en un post-facio, refiriéndose a su propio trabajo.
Una de sus ficciones críticas más brillantes (y escandalosas) lleva por título “Las sombras de Borges” (también, en La letra argentina). Allí, Rosa señala que escribir sobre Borges, hoy, es siempre ya escribir con Borges: “El problema es saber qué parte le corresponde a cada uno”. Entonces asume que su texto tiene “como bordura” a “Funes el Memorioso”. Si Borges se convirtió (y no hay dudas de que así fue) en un objeto que marca y demarca los límites, caminos y fronteras de la literatura argentina... “de tanta luz, luz enceguecedora, no podrían negarse las sombras”. Una sombra que se extiende sobre toda una generación de escritores argentinos, escribe Rosa, “para fagocitarlos o expulsarlos, someterlos o excluirlos de su circuito”. Borges es un Padre Textual, todopoderoso, con el que no se puede pactar la división de los bienes textuales. Todo está en Borges. No se le puede quitar nada. Es un Padre que “no ha permitido –todavía no ha permitido– el intercambio simbólico en la libre circulación textual”. Y como un simulacro del simulacro, se anuncia el parricidio: “Despedazar el cuerpo del Padre Textual –ahora padre muerto– y proceder a su ingestión por partes, fragmentos de la fragmentación borgeana, negativizar la escritura borgeana, en suma, borrarla para que pueda volver a ser no repetida sino escrita”. Si la inscripción y la borradura son las materias de todo texto, también lo son la memoria y el olvido. Escribir también es olvidar: “A medida que leo-escribo, olvido”. Des-lectura. Olvido-necesario-bálsamo-protector; “aquel que le faltó a Funes”. Palimpsesto: “Al escribir borramos la escritura del otro, de los otros, la cancelamos, pero al mismo tiempo la inscribimos en nuestra propia escritura”. Y al final de esta ficción crítica, leemos lo imposible mismo: “Lo que proponemos es simple y sencillo, pero costoso. Empecemos a olvidar a Borges”. ¿No será éste el enunciado más amorosamente borgeano que se haya escrito jamás?
Relatos críticos: cosas animales discursos es un conjunto de ensayos que tienen en común la fascinación por la lectura. Si es verdad que viajando sucede lo mismo que leyendo (Mansilla), Rosa se abandona a “Una Teoría del Naufragio”, un extenso artículo donde repasa los viajes, migraciones e invasiones, tanto españolas como inglesas, y su influencia en la literatura hispanoamericana: “El español macarrónico de La gloria de don Ramiro de Larreta culmina con el desfachatado y procaz español lumpen de Osvaldo Lamborghini; estas lenguas de los inmigrantes –el colorido cocoliche del sainete– migran en la literatura hispanoamericana intentando borrar una diferencia americana sobre el estatuto de la presunta identidad europea”. Los itinerantes, peregrinos, paseantes y errabundos, son “la tierra movediza donde se edificará la civilización”, escribe. Y en un salto de cinco siglos de viajeros: “Colón ha sido reemplazado por los numerosos internautas, y su Diario, por las páginas web”. Rosa describe, con singular belleza, la desencantadora velocidad de nuestra contemporaneidad: “Cenamos en Buenos Aires, almorzamos en Madrid y tomamos nuestro café en Valencia”. Aceleración quieta, señala. Nueva entidad que da lugar a nuevas narrativas: “Viaje alrededor de mí mismo, viaje por mi propio mundo, viaje por mi habitación”, escribe, pensando en Virginia Woolf. El artículo no sólo recorre los viajes de esos pioneros de la aventura (Drake, Hawkins y otros) sino que se detiene, también, en esa rareza que constituye al hombre contemporáneo como... animal turístico. El turista sólo experimenta lo “ya visto”: “Siempre encontraremos un sendero ya recorrido, una rama cortada, una hierba aplastada, la huella del otro turista que nos precedió. El relato del viaje es la transcripción del viaje anterior; la guía y el guía son los autores apócrifos de un relato ya experimentado”. El artículo opera como una obra maestra de la investigación en teoría literaria. Lo mismo sucede con el bellísimo ensayo que cierra el libro, “Una semiología del mundo natural”, dividido en dos partes, “La pasión humana” y “La pasión animal”. Imperdibles, los pasajes sobre las hormigas (“Formicario”) y sobre los animales de Freud (“Animalia freudiana”). Rosa (hacia el final de “Mecanismo y vitalismo”) narra un “tratado de la pasión según la zoología escrito por Honoré de Balzac”, llamado “Una pasión en el desierto”, en donde un oficial francés se pierde en Egipto... con una pantera hembra. Historia de amor, pasión y celos. ¿Pasión humana o animal? Rosa anota: “¿Cómo termina la relación y el texto? Como terminan todos los dramas de pasión y de celos, con la muerte de la pantera a manos del enamorado teniente”. Y agrega: “La pregunta del narrador que cierra el texto es nuestra insignia: ¿Cree Ud. que los animales carecen de pasión?”.
En clase, Rosa miraba a los ojos. Interpelaba directamente, con la mirada, y con su voz. A veces, gritaba: “¡¿Cuál es esa otra máquina de lectura que aparece a comienzos del siglo XX...?!”. Y él mismo respondía, casi en un susurro: “... el psicoanálisis”. Salir de su clase era sinónimo de ir en busca de muchos y nuevos textos. Una incitación a la lectura verdaderamente incomparable. Eduardo Muslip recuerda que, hace ya más de diez años, en un seminario de doctorado, se acercó a Rosa para comentarle un cuento que estaba escribiendo, basado en una historia de infancia: una tía lo había obligado a quemar los libros “anarquistas” de la biblioteca familiar. Muslip alcanzó a guardar una primera edición de El juguete rabioso que la tía había clasificado como integrante de la fogata: “Disculpe, profesor, le estoy contando una anécdota personal; quizás a usted no le interese”, se disculpó Muslip. Y Rosa le respondió: “No se preocupe. La anécdota es el género de los sabios”.
En mil novecientos cuatro aparece en Buenos Aires un texto editado en francés por la editorial Alphonse Picard et Fils (1903) de un autor francés radicado en Buenos Aires, primer director de la Biblioteca Nacional y por ende antecesor de Borges. El texto se llamaba: Un enigme littèraire. Le Don Quichotte d’Avellaneda. Creemos que ese enigma es el que intentó resolver Borges. El texto hace una larga descripción de las sucesivas ediciones del Quijote que conocía, como de las falsas atribuciones del personaje “quijote”, en correspondencia con la literatura francesa. Digamos un tratado de literatura comparada sobre el destino aventurero y enigmático del personaje. Lo que sorprende en esta evocación es el “estilo” del ensayo a medias serio y bravucón, por momentos soberbio con lo que llama irónica y alternativamente “cervantistas” o “cervantófilos”, los “fanáticos” de Cervantes. Más allá de las citas de “Las imitaciones castellanas de Quijote” de Cotarelo, discípulo fiel de Menéndez y Pelayo, hace una reseña de los textos encontrados en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, donde se destaca una “imitación” no registrada por Rius, la Historia verdadera de César Nonato (el nombre va por cuenta de la probidad del ensayista), El avieso caballero manchego de relance, por el licenciado Alonso Vargas Machuca, editado en Tánger, año mil doscientos cuarenta y uno de la Hégira, que correspondería al año secular de mil ochocientos veinticinco, en pleno brote romántico y como dice nuestro enigmático escritor très langissant. No tiene sentido seguir adelante con la fragua del anonimato, el escritor franco-argentino se llamaba Paul Groussac. Quizás este hecho nos obligaría a reordenar la serie, pues la hipótesis que manejamos, un tanto arriesgada pero verosímil, hecho que compartiría un escritor argentino que practica lo que hemos llamado “la ficción crítica”, Ricardo Piglia: el Quijote de Pierre Menard fue concebido por el conocimiento que tenía Borges de la obra de Groussac, proponiendo segregar de este enigma literario un enigma textual.
¿Qué es un intelectual? Vive de prestado y es el comensal más evidente de las oficinas que anotan, registran y documentan el circuito de la cultura. Ensayos, novelas, filosofías, historias, crónicas, “papeles”, son la cocina donde se mezclan las versiones y opiniones que sostienen sus intentos y pretensiones —dos razones distintas— de ejercer una modificación en el sistema de pensamiento circulante —una culta latiniparla abreviada— con la idea de producir acciones en la conducta política del entorno. La historia de los intelectuales, quizá Sócrates y así le fue, y con toda seguridad Cicerón y Plutarco, tal vez Tomás, y con toda seguridad Agustín, Voltaire, personaje puramente político en su obra y en su acción, Rousseau en parte modesta, el arrogante Sarmiento que puso en su obra la política a su favor en desmedro de su accionar político, a diferencia de Mitre que puso a su favor la historia, y los intelectuales contemporáneos que viven a la sombra de algún poder —de opinión, de circunstancias, de ejercicio de un mandato, de un grupo o asamblea—, que los convoca para reducirlos a una voz sojuzgada por la ideología circunstancial, ¿no viven del trabajo de los otros, para pensar para otros después de haber pensado gracias a otros?, ¿el intelectual no será el parásito que corteja la cortesanía del Poder? Vive de prestado, vive del trabajo de los otros, no es un tecnócrata imperial, es el lugar donde se aloja una combinación de “tecnos” que alojan cientos de fragmentos innominados a disposición de un autor unánime, para darle la razón a Borges, el primer gran “tecno” de la circulación contemporánea. Dios ha muerto, el Autor ha muerto, la palabra se agota y el sonido, el robo del sonido es lo que establece la colección y disposición de los elementos Tecnos. Siempre hubo alguien que pensó por nosotros, ahora pensamos colectivamente con el pensamiento de los otros que fueron pensados por otros. No es un circuito infernal, es el círculo de las “ruinas circulares”. Absorbidos, chupados por el bicho cultural, los virus informáticos son la muestra aleatoria de los parásitos contemporáneos. Podemos dormir tranquilos, la computadora piensa por nosotros el riesgo como máquina de autoridad es que piense golosamente “en nosotros” para organizar la gran comilona cultural.
Este libro es una exhortación a la lectura de elementos heterogéneos que integran la ciencia de la verdad: los discursos que dicen la verdad y la falsedad de la historia, la fascinación de los objetos ficticios y reales y también una justificación frente a la reserva y enigma de las cosas. Los discursos son siempre posteriores a los objetos y los objetos posteriores a las cosas y las cosas están siempre allí. La ciencia contemporánea, digámoslo así, la biología, las ciencias físicas y naturales, pero también la anatomía y la geología, los discursos sobre los discursos, pero también los discursos excéntricos, dispares, contrahegemónicos, silenciados, censurados, reprimidos, pero también los enunciados del placer y del gozo cualesquiera fueren, muy cauterizados en el mundo contemporáneo por las palabras, y sobre ello, sobre todos ellos, las cosas. No se trata ya de la pregunta heideggeriana, pero quizá de la acentuación parasitaria de Michel Serres. Las cosas están allí, salvajemente solas, pero no dejan de intrigarnos como la forma primigenia o última del mundo físico. Allí se esconden, pero tarde o temprano no dejarán de sobresaltarnos. Quizá los más inquietos fueron Freud y Lacan, pero también Darwin y Deleuze. Las cosas están siempre allí como el instinto, sólidas e inescrutables. Quizá por ello, tanto el discurso como la teoría pretenden explicarlas. Las costumbres animales no pueden ser explicadas por la Zoología. Las costumbres humanas se enredan en el haz de la Química, de la Antropología, de la conductividad y de las formas del instinto y la pasión. Si el hombre navega es por nomadismo, pero también por la pulsión desértica de la deshabitación. Las cosas y la cosa humana están siempre allí, y el discurso debe valerse de subterfugios, metáforas, taxonomías, fórmulas matemáticas que dicen ser la realidad. El discurso se enfrenta a otros discursos –los enunciados, las doxas, científicas o no, los estereotipos, las cristalizaciones, las sentencias– que, en su decir, pueden justificarlo, siempre dentro de un campo de falibilidad. Pero cuando se enfrenta a las cosas no puede establecer ninguna conveniencia, ni ninguna afección. Por eso recurrimos a las palabras, a los discursos, a las metáforas. El mundo –nuestro mundo– está lleno de figuras y de metáforas, vivimos en los circunloquios, en sus defiguraciones, en sus controversias connotativas, en sus denodados esfuerzos por explicar lo inexplicable. Ese hueco, ni religioso ni científico, es el menos necesario de la metáfora, su vacío de realidad. Queremos llenarlo de palabras y las palabras se ausentan, y cuando lo logramos nos damos cuenta de nuestro “estar en metáforas”, en verdades figuradas, y al querer acercarnos al mundo nos alejamos cada vez más de la realidad de las cosas que terminan por desvanecerse. Nuestro peligro es la metáfora y los poetas sucumben a ella.
El Lamborghini de Odiseo confinado no parodia, hace de la parodia una transfiguración religiosa, a medias gauchesca, a medias psicalíptica. Osvaldo nunca recurrirá a la parodia pues implicaría el reconocimiento de un modelo, aunque fuese abstracto o profano; sólo quiere inaugurar una escritura sin detrás, sin pasado, en un acto de provocación literaria. Es un desafío mortal. Leónidas quiere convertir a la parodia en un gesto desaforado, parodiar un texto es arrebatarle sus entrañas, o lo que tiene de más entrañable, aunque el gesto no sea bondadoso. De hecho, la parodia es una enfermedad contagiosa que ataca a todo practicante de la escritura. Lo curioso es que es más evidente en aquellos que llegan a ser “grandes escritores”. Borges copia con humor, Cortázar replica con ironía y sutileza, Marechal absorbe con saña los jugos de la literatura, Leónidas imita con amor y rabia, Osvaldo rechaza la copia con virulencia feroz. Desde el desventurado manchego hasta la pobrecita señora de provincias llamada Sra. Bovary, se aplican los críticos a desvelar las formas y sentidos de la parodia. En la literatura argentina, Leónidas elige modelos tan prestigiosos como Homero, Shakespeare, Ascasubi o Discépolo para urdir una textura donde pueda “mechar”. Mechar es una categoría teórica de la reescritura actual. Osvaldo redescubre la teoría lunfarda de la “mechera” (ladrona) que produce la intervención del autor, del narrador, en el texto: hay que leerme a Mí y ya no valen las transposiciones, los reflejos, los recuerdos literarios, al diablo con la “intertextualidad”, yo soy mi propio texto y en mi texto me solazo. La parodia es un destello de antiguas formas y de antiguas construcciones: la parodia ha dejado de ser. Leónidas juega a la parodia, como quien juega a la “rayuela” de Cortázar, Osvaldo elabora un rito confiscatorio a través de toda la literatura occidental, y es borgeano en ese intento, pero si la confiscación es feroz, la biblioteca se desarma, se cae a pedazos, y el género se despedaza. La biblioteca desterrada es el confín de la literatura, allí donde la fuente (literaria) se ha cegado y es imposible volver atrás. La literatura argentina, cuando deja de sostenerse en modelos europeos y legítimos, se acerca al confín y queda confinada en el folklore o en el gueto local. Pero el confín es también un destino que revive en Osvaldo, siempre presente en su ausencia, y ambos dos vuelven y al volver se hacen otros en otros géneros, en otros temas, y sobre todo en su posición frente al género y al lector. Los temas reaparecen, son los mismos pero son otros, la retórica es la misma, pero su acentuación y su prescripción son distintas, todo se organiza en una literatura ambulatoria, todo viaja, todo recorre, todo deambula acompañando el tiempo de las nómades. Si el tema de Odiseo confinado de Lamborghini es el “Fausto criollo” de Estanislao del Campo, entonces el tema es el rema, todo se disuelve en la rematización, entonces ya no podemos hablar de influencias, copia, réplica, facsímil, ni de textualidad ni de intertexto. Quizás estemos ante una dispersión anárquica de la desvencijada biblioteca tutelar. La lectura de los grandes textos se lee al revés –parodia– o a través –lectura atravesada–, ya no se lee la letra sino la tipografía. Las invenciones de los Lamborghini están basadas en la lectura de una tradición que no se localiza en la Biblioteca sino en la imprenta anarquista: pliego, libelo, manifiesto, panfleto, lugar común, defensa, protestación, una biblioteca lujuriosa y anárquica como la del Imperio Comarquí (Tadeys) o de los manuscritos, hijuelas y didascalias vertiginosas del Imperio Calchaquí de las Salinas Grandes de La Historia de Caparrós. La fundación borgeana y mítica de Buenos Aires tiene un envés mefítico en las tribus que merodean en ese territorio ignoto llamado Buenos-Ayres (“El informe de Brodie”). La extranjería de los Lamborghini los convierte en malones literarios que asuelan la literatura argentina, y en sus momentos más originales, desprendidos de la doxa gauchesca, en textos bufonescos. Leónidas es un malandra, Osvaldo un matón; inauguran la vertiente de los tahúres literarios y su cohorte de pelanduzcas y de cafishios barriales “venidos de antaño”, una verdadera fratría literaria que intenta limpiar los establos de Augías. Una de esas tareas era traer el campo a la ciudad, en la vecindad de Anastasio el Pollo y de Estanislao del Mate en un entrevero pornográfico de la homonimia, la pseudo homonimia y la heteronimia, convertidas por Osvaldo en heterosexualidad, homosexualidad y pseudo sexualidad, la tarea servil de limpiar los estercoleros de la cuadra.
Los fragmentos pertenecen a Relatos críticos: cosas animales discursos (248 páginas), el libro de Nicolás Rosa que Santiago Arcos Editor distribuye por estos días en Buenos Aires.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.