Briante en su ley
POR GUILLERMO SACCOMANNO
Puesto a escribir de nuevo sobre Briante, esta vez me propongo apartar el anecdotario más o menos cómplice, más o menos íntimo, y encontrar a Briante en su zona más sagrada, la que más respetaba y, a menudo, nos enseñaba a respetar. Esa zona es, sin vueltas, la literatura. Esa zona ya está transparente en Ley de juego, el libro de relatos que Briante armó y publicó en el ‘83, pero cuyos textos, en su mayoría, fueron escritos, con una precocidad deslumbrante, con poco menos y poco más de los veinte años.
Mientras volvía ahora a leer Ley de juego me preguntaba qué es eso que, en sus relatos, funciona como un imán e impone una atención particular en el lector. La misma atención que un extraño, al entrar en un boliche de campo, debe prestar para encontrar un sentido en una conversación empezada, en lo que se está contando. Briante no reproduce la ilusión de lo verosímil cuando pone a hablar a sus personajes. No apela, como sugeriría un programa realista, a reflejar la vida, al modo Stendhal, como un espejo en movimiento. Briante es el narrador que cuenta desde la experiencia. Pero su experiencia no consiste en la descripción de tal o cual suceso vivido o documentado sino en su manera de contarlos. Su experiencia, central, se ubica en la lengua como instrumento y como fin. Lo que conmueve en su narrativa no es sólo la historia de coraje, humillación, mezquindad, codicia, deseo, o violencia que puede encerrar un relato. Su eficacia está, más que en la trama, en su despliegue lingüístico.
La historia que Briante pone en acción siempre pivotea sobre el método de la audición: alguien cuenta, y lo que cuenta fue escuchado. Para tener boliche, escribe Briante, hay que ser traductor. Si hay un dato que importa, se lo señala. Con el dedo. La operación narrativa de Briante, entonces, complementa dos intenciones: la traducción y el señalamiento como indicio plástico (a la manera del Vivo-Dito de Greco, cuando decía que en la plástica contemporánea lo que quedaba por hacer era señalar el arte allí donde no se lo veía). Un ejemplo: la intervención del narrador en el boliche, refiriéndose a Arispe: “Podía tener razón con las palabras, pero con el dedo estuvo más cerca”.
De lo que se trata entonces no es tanto de leer a Briante sino de cómo leerlo. Recién ahora, terminando con el ninguneo y el olvido, empieza a analizarse su escritura y se van publicando ensayos sobre su obra. Briante tiene fama de escritor de escritores. Lo cual es cierto en un aspecto si se tiene en cuenta esa prosa de orfebre que lo distingue. Pero en otro aspecto, esa misma fama elitista oblitera su acercamiento. La literatura de Briante no es fácil. Ninguna literatura verdadera, cabe acotar, lo es. Briante exige del lector, como se dijo, un pacto tácito. Al igual que en el boliche, hay que prestar atención no sólo a lo que se cuenta, esa atención particular, sino a cómo se cuenta, porque en el tono hay otra historia, subterránea, no menos reveladora y definitiva en cuanto arrojará luz sobre el sentido. Cuando el bolichero se propone como traductor, lo que hay que traducir en Briante es un pedido al lector: el aprendizaje sosegado de una lengua que rehúye a un tiempo el guiño para avisados y el populismo. No es, como la lengua borgeana, una lengua con prestigio de rotograbado. Clandestina, la lengua de Briante se habla en los márgenes literarios y también en los geográficos donde se anclan sus relatos, en las afueras del pueblo, en la orilla del río. Es la lengua de los desposeídos apartados de la moral y las buenas costumbres burguesas. Y es una lengua que, al propiciar una poética, define también una posición política. Aquello que Briante encuentra en esta lengua de lo criollo marginal parece coincidir con la cuestión de la lengua en Gramsci: ruptura con el mandarinismo intelectual y búsqueda en lo vulgar, donde se rastrea una manifestación artística renovadora.
Con frecuencia se ha dicho de Briante que su escritura, en un cierto aspecto, parodia la borgeana. Habría que ver hasta dónde es tan así, si bien en Briante se destaca, con sorna, un énfasis irónico en el narrar. Pero, cuánto hay de parodia, cabe preguntarse, y cuánto de programa literario de constitución de una doble identidad, narrativa –de estilo, personal– y a la vez nacional, apuntando a la revisión de una identidad. Y, en este segundo plano, habría que ver cómo responde en términos ideológicos y políticos al desarrollo de una literatura nacional en los términos gramscianos según los entendía Pavese. En este punto, conviene tener en cuenta, a fines de los sesenta, a comienzos de los setenta, cómo incide Pavese, difusor de la literatura norteamericana en su lengua, en la lectura que de sus ensayos hacen los jóvenes escritores argentinos.
En Borges, en su experimentación con lo criollo, radica una intención entre culterana y caricaturesca, cruza de pomposo lucimiento bibliográfico y de linaje barrial con una cadencia de impostación milonguera. En Briante, la conciencia de lo leído –y lo leído, en los sesenta, los setenta, es Borges como polémica– va por otro lado. Borges, cuando mira la pampa, lo hace desde referencias universales. Briante, en cambio, invierte los términos de la operación. Y parte del pago chico hacia lo general. En Briante no sólo se miden los alcances del artículo célebre de Borges sobre el escritor argentino y la tradición. También aquello que, en su país, preocupó a Pavese. “Tener una tradición es menos que nada, es sólo buscándola como se puede escribir”, escribió Pavese. Y también: “Sin provincianos una literatura no tiene nervio”. Así como Pavese buscó en la literatura norteamericana los prismas para construir una literatura nacional y, para los escritores de su tiempo, el Piamonte resultó un Middle West, así también puede ser entendido el efecto de la literatura norteamericana en la nuestra. Según Dal Masetto, Briante afirmaba: “Acá nací, acá viví, éste es mi pueblo, ésta mi gente y esto lo que conozco y escribo”.
Si se revisa el reportaje que Briante le hizo a Rulfo, hay que subrayar no sólo lo que hay de efecto Sherwood Anderson y Faulkner en el mexicano sino cómo, a su vez, el mexicano reverbera en Briante. Comala, descendiente de Winesburg-Ohio y Yoknapatawpha, se proyecta sobre el Belgrano de Briante y el mítico boliche de Arispe. En Ley de juego puede comprobarse cómo Briante articula, casi como novela atomizada, el corpus de historias del pueblo: personajes que protagonizan un relato son, en otro, enfocados como al pasar. Así, Ley de juego, más que un libro de relatos que tienen en común una fecha de escritura, comparte otra clase de unidad, ese aire de familia que se respira tanto en Winesburg-Ohio como en Yoknapatawpha.
El campo de Briante elude el gesto epopéyico borgeano. El suyo es escenario de la iniciación y el aprendizaje. Y acá habría que ver de qué forma sus cuentos, al volverse cada vez más cortos, evolucionan a la par desde lo presuntamente “realista” hacia la parábola zen. Si Don Segundo Sombra, pensado desde el viaje de Güiraldes a la India, puede leerse como hipérbole de la relación maestro-discípulo en términos orientales, así, el boliche de Arispe, lo que propone, no es más que la busca poética del satori, el insight. Podría pensarse entonces que el movimiento que va de Sherwood Anderson y Faulkner, pasando por Rulfo, en Briante desemboca en la clave para argumentar un cosmos personal. Léase “personal” como un territorio donde ese casi jadeo del decir, entrecortado, con sus apuradas y desvíos, silencios y señales, se afirma como dialecto. Desde esta perspectiva, Briante no parodia a Borges. Más bien, lo cuestiona. En Briante, lo criollo se afila y despelleja cada vez más la historia que se cuenta. La sencillez, extremada, deriva en laconismo. Y del registro realista, como Pavese, Briante pasa hacia la escritura del mito.
La escritura periodística de Briante esquiva con elegancia todos los tics del periodismo. Cada tanto, en alguna nota, el escritor lo deja en claro. Lo suyo es siempre la literatura. Verdadero ejercicio de estilo, la prosa periodística de Briante, con sus cortes, sus énfasis, cambios de punto de vista, no es ajena a su narrativa. Y tampoco le son, en el periodismo, ajenas sus obsesiones.
A Briante le interesa la escritura de Rulfo. Y lo sondea al escritor mexicano preguntándole por el estilo. Rulfo le confiesa: “Me ejercité en la forma del lenguaje que había oído hablar cuando era muchacho. Pensé que debía ejercitarme para defenderme de la retórica, llegar a lo simple. Y utilizar personajes que tuvieran un lenguaje muy reducido, que no me exigieran frases de esas rebuscadas, ajetreadas. Y caí en lo simple, digo que caí en la simpleza total. Y ahora pues no puedo salir de ahí”. A Bioy Casares, Briante le observa: “Su estilo es cada vez más apacible, sus anécdotas cada vez menos alarmantes”. Y Bioy le contesta: “Yo trato de que mi prosa fluya aceptablemente”.
Al elegir estos antecedentes, se deduce que Briante está, desde Ley de juego, reivindicando una literatura menor en el sentido deleuzeano y clavando el margen en el centro de su búsqueda. Podría conjeturarse que esta elección de lo provinciano, el margen, resulta una típica elección intelectual de la época, la elección maniquea de la barbarie confrontada con la civilización. Y aun cuando la conjetura pueda arrimar alguna justicia al procedimiento de Briante, su busca, sin embargo, merece ser contemplada desde otro ángulo, lo dialectal reformulado como estrategia de experimentación ligüística y, en simultaneidad, como poesía. Aquí, entonces, está su operación ideológica y estética, resignificando con una estrategia lírica una lengua marginada, transformándola en materia y razón de ser de una escritura que prueba que la solidaridad con el lector no necesariamente debe apelar a la demagogia.