RESCATES
› Por Javier Lorca
Terrible y esencialmente digresivo: así lo definió Baudelaire antes de proceder al plagio o la glosa. Thomas De Quincey asume y reivindica en este Bosquejo de la infancia (Caja Negra) la errancia de su escribir. “Nadie se enoja con las golondrinas porque vagabundeen periódicamente y sin duda tengo más derecho a la indulgencia que una golondrina: soy mejor que una golondrina en toda circunstancia”. Mientras relata el período de su vida entre la primera y feliz niñez
abruptamente interrumpida por la muerte de su idolatrada hermana, dolor referido en Suspiria de profundis, y la más opaca juventud que prologa las Confesiones de un inglés comedor de opio, con el talento y la cadencia de un disimulado prestidigitador introduce, sin perjuicio de la excusa argumental ni mucho menos del interés lector, anotaciones sobre la casta de los parias (cuyo temperamento reclama para sí), las lecturas de la infancia (donde se narra lector de una literatura de la transformación), una diatriba contra la hipocondríaca (e históricamente ubicua, cualquier abuela es prueba suficiente) idea de la progresiva degeneración moral del hombre, entre otras tantas y eruditas observaciones. Con su refinado arte de la digresión, De Quincey continuó y perfeccionó la tradición dieciochesca de los articulistas ingleses, encarnó el gesto fundante del ensayista moderno, ese inasible flâneur literario que se permite divagar y asediar el asunto que sea, paseando la mirada desde intersticios y recovecos, sin dejarse determinar por la pretensión unívoca de lenguajes y discursos modelados.
Bosquejo de la infancia (publicado por primera vez en castellano) recupera una serie de textos escritos para un periódico escocés en 1851. Obra lateral (como toda la suya, valga la paradoja) pero plena de la inteligencia, la elegante ironía y el humor característicos del autor, no se trata de una llana autobiografía (“Nada vuelve más terrible y monótona una lectura que la trillada enumeración, en orden cronológico, de los hechos inevitables en la vida de un hombre”). En cambio, De Quincey rastrea algunas de las experiencias infantiles que dieron forma a su sensibilidad, buscando esa literatura de la intensidad que él, romántico, distinguía de la literatura del conocimiento (y acaso su afán digresivo fuera clivaje entre una y otra modalidad). Toda una filosofía retrospectiva desplegada con la estilizada y recargada prosa que fue la verdadera obra capital de De Quincey, “frases que se prolongan como corredores de pesadilla o se elevan cada vez más alto como imposibles pagodas orientales”, al decir de Chesterton.
La infancia bosquejada encuentra al pequeño De Quincey entre sus siete y nueve años (poco antes de manejar fluidamente el griego), sometido por un despótico hermano a la doctrina de la primogenitura, angustiado y pudoroso, flagelado por el autodesprecio. Si algunos años después, invitados por los delirios del opio, desfilarían ante sus ojos procesiones de demonios y miríadas de rostros temibles, sería perseguido por arquitecturas incesantes y malayos asesinos (a propósito, en su hilarante Del asesinato considerado como una de las bellas artes, De Quincey indica que “asesino” deriva del árabe “hashishin”, bebedor de hashish), y hasta recibiría cancerosos besos de cocodrilos, estos ensayos tardíos exhiben con tranquilizadora comicidad que ya de niño convivía con fantasmas, si no tan peligrosos, al menos tan inquietantes, en un permanente estado de guerra que se libraba cada día, entre pedradas reales y batallas imaginarias.
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